La Lengua, a través de sus constituyentes interpreta la Realidad, material e inmaterial, de la que formamos parte los seres humanos. Con ella definimos, explicamos, sugerimos, aclaramos, delimitamos, conceptuamos… en definitiva, pensamos y percibimos el Universo.
Pero también, según particulares intereses, los humanos, al usar la Lengua, falseamos,
prostituimos o corrompemos la Verdad, la Realidad. Sobrados ejemplos tenemos de ello en nuestro entorno político, social, religioso, mediático…
Y entre estas y aquellas capacidades de la Lengua, quiero, hoy, centrar mi atención en unas formas lingüísticas que no elucidan o mienten, sino que, por su ambigüedad, sugieren diferentes o antitéticos significados que nos pueden llevar a «creer en» o a «crear» la existencia de referentes que no existen en la Realidad con el consiguiente menoscabo de la Verdad.
Y ello, –¡fíjense bien en lo prodigioso de la Lengua!– sólo a través de mecanismos lingüísticos tan simples, como el establecimiento de una relación sintagmática de dos elementos lingüísticos concretos; es decir, basta con que un hablante de cualquier edad y nivel cultural ponga uno de esos elementos detrás del otro al hablar o al escribir.
La Lengua es un portento de la evolución humana que se potencia, cuando, a través de esos sencillos métodos, parece decidir que es el ser humano quien ha de responsabilizarse de la elección entre esos significados distintos de una palabra cargada de ambigüedad.
Tan sencillos como que una “-o”, una simple “–o”, no más que un morfema, desde luego, provisto de importantes e insoslayables significados: primera persona del singular –el «yo» de la persona que habla–; tiempo verbal, presente; modo verbal, indicativo (expresión de lo real, excluyente de la imaginación, de la hipótesis, del condicionamiento, la orden o el ruego), puede provocar opuestas concepciones, por ejemplo, religiosas, que han conducido –y conducen aún hoy– a la Humanidad al enfrentamiento y a los más cruentos genocidios.
Porque cuando el hablante une al lexema (raíz verbal) “cre-” el citado morfema “–o”, y pronuncia o afirma «Yo creo» puede encontrarse con la duda de si se está refiriendo al «creo» de «crear» o al «creo» de «creer». Al tú, que escucha, le ocurre lo mismo, pero con mayor intensidad en la duda porque no está en la mente del que habla.
Tal práctica lleva al hablante de la lengua castellana a verse sumido en engorrosas y
comprometidas ambigüedades en oraciones como:
«En el dios que yo creo se armonizan…»
«¿Creo porque lo creo?».
«Yo creo lo que creo».
Dejo, al inquieto y preocupado lector, el reflexivo ejercicio de alternar y combinar las acepciones (creer/crear) en los «creo» de cada frase, para que sea él quien resuelva la ambigüedad.
Al concluir, me viene a la mente este lamentable sarcasmo: ¿Esa ambigüedad aparece, exclusivamente, en la Lengua castellana para que los hablantes españoles –considerados «Reserva espiritual de Occidente» en tiempos de fascismo y de ultraderechas neoliberales– dilucidemos tan relevante cuestión lingüístico-religiosa por y para toda la Humanidad?