Un asunto boomerang siempre vuelve. Uno, entre tantos, es la importancia que damos en casa a la formación musical. Semanalmente, la mayor acude a la escuela de música municipal y, Nick o yo, hemos de aligerar el paso para seguir su esprint de lejos y asegurarnos de que espera junto a la puerta del aula. Tras dos años de carreras chistando por sus pasillos, hemos logrado no perdernos en el Federico García Lorca.
En Granada siempre había alguien preservando una mesa en la que escribió, o una huerta en la que vivió Lorca. Exceptuando a Manuel de Falla, el ejército de amistades se fue desvaneciendo en la corta memoria del gran público.

El concierto de Lagartija Nick en el Teatro Isabel la Católica me pareció un buen plan para una primera cita. Cuando tuve las entradas en mi mano, leí 23 de Octubre y el nombre de Val del Omar impreso junto al de la banda.
Marqué su número y me respondió: qué Quique. Para intentar ubicar, le ofrecí tres datos: Chicago, el Campo del Príncipe y la chusta. Se sorprendió de que llamase, puesto que hacía más de dos semanas que habíamos intercambiado los teléfonos. Aceptó la invitación sin pensarlo, afirmando que podría cambiar el turno en el trabajo si era necesario.
Tampoco yo había oído hablar de Val del Omar, del sonido diafónico, ni del desbordamiento apanorámico de la imagen.

– José Val del Omar era un poeta audiovisual, un genio loco y un cineasta experimental que no cabe en libros ni en pantallas. Nunca le buscaron para asesinarle, pero ignorar su legado es otro modo de hacerlo – dijo el vocalista antes de empezar el espectáculo de sonidos sincopados e imágenes fantasmales en escala de grises. Comenzó, simultáneamente, un inquietante show de muecas en el rostro de Nick.

Bastó un – si prefieres, nos vamos -. Después de media hora retorciéndose en la butaca, mirando al techo y forzando la sonrisa, Nick cogió mi mano y salimos corriendo a gachas del teatro, del susurro y de la oscuridad, a pesar de que apenas nos conocíamos.

Vi a Nick por primera vez en Julio, durante un delirio granadino de insolación. A la hora de la siesta, atravesaba la plaza bajo un sol de cuarenta grados, sudando y peleando cuesta arriba contra un enorme snowboard fuera de contexto, como un fino espejismo en el desierto empedrado. Desde aquel balcón, al borde del mareo, me asomé al tiempo y pidió calma.

Semanas después, una noche, volví a reconocerla de lejos. Diez metros más abajo, un centenar de personas hacía la digestión con una copa. Me incliné sobre el muro del palomar para fumar reposando los antebrazos y distinguí su linda cabeza color zanahoria en una terraza del extremo. En su presencia se llenaba el campo de color y risas mientras se movía entre mesas para saludar a ésta y a aquél.
Durante el frescor de las madrugadas de Agosto, ella acostumbraba a sacudir el letargo de la plaza con su cachorro color chocolate y una pelota de tenis. Aquella noche saludó al fugitivo, le ofreció media ración de fideos con ternura y un cigarro para acompañar la litrona. Al fondo del plano, un treintañero barbudo y con el pelo alborotado se hacía el distraído en sus cosas mientras encendía otro cigarro, en el balcón de un tercer piso.

Al volver de música con la mayor, me he topado con aquella vieja entrada, adherida a la puerta de la nevera con un imán. Horas después, he buscado a Val del Omar y ha aparecido su Aguaespejo granadino.
Al final de veinte minutos de bella extrañeza, se puede leer: Sin fin.

El tiempo tenía razón y estas líneas comparten final con las cinegrafías libres de Val del Omar. Aquí sólo viven la imagen de una mujer que sigue peleándose con un snowboard sobre las brasas y un concierto que nunca acaba porque escapamos antes.
Desde aquel palomar, alguien que no soy, observa y reconoce a tres ideas que han coincidido, después de años sin verse. Junto a una mesa de aquella plaza lejana, se saludan con dos besos la extraña belleza de lo nuestro, los experimentos de Val del Omar y la ausencia justificada del relato.

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Quique Pastor (Madrid, 1976) es un escritor de oficio, dedicado profesionalmente a la creatividad publicitaria y vecino de Rivas desde hace años. Es autor de las novelas 'El niño del Chupa Chups' (2008) y 'El tátara tátara tátara tátarabuelo' (2010) y el poemario 'Ejercicios de incomprensión' (2023). También cabe destacar sus blogs 'La raíz cuadrada de lo que soy' (2012-2013) y 'Ejercicios de incomprensión' (2014-2018), laboratorios indispensables para el desarrollo de técnicas literarias.