Todo ha quedado intranquilo al otro lado del portazo. Pasado un instante, vuelven a vibrar las paredes. A pesar del estallido, nadie reacciona ni se sobresalta, sólo las molduras de un armario despegadas, que se inclinan y amenazan con derrumbarse definitivamente. Mientras, uno sube la música, la mayor pinta y Nick escribe la lista con lo que necesita para restaurar un banco de hierro fundido y madera.
El peque se ha vuelto a perder en un laberinto de puertas que abrir y cerrar. Casi nunca olvida golpear dos veces con sus nudillos antes de girar el pomo. Entonces saluda y se despide con la mano y una sonrisa, antes de hacer temblar el edificio. Dos despedidas después, se revoluciona el peque como un motor unido a un acelerador pisado a fondo y los portazos se agolpan también en el tiempo. No logramos contar hasta tres entre un estruendo y el siguiente. La sonrisa se posterga para correr más rápido al siguiente
retumbo. Una lámina de Keith Haring en el salón ilustra ese instante en que una cabeza estalla y se despedaza en mil. El primero de los dos que alcanza tal tesitura, se encarga de sacar al peque de su bucle.
Ignoro cuántos portazos más aguantarán. Cuando la mayor dijo que pocos, pensé que la vida útil de las puertas jamás había sido una preocupación. En la periferia de la cincuentena, sin embargo, eres consciente de que muchas de las que habías dejado entreabiertas, han sido cerradas por un torbellino o las ha podrido el tiempo al pasar. Por si esto fuera poco, mi experiencia sugiere que la carcoma y las termitas adoran la madera de soñador.
Para sus retratos, el belga Stefaan de Croock recicla puertas y muebles. Desmonta, almacena y transforma viejas maderas que rescata de lugares desolados. El después es un hermoso retrato cubista sin rostro.
Stefaan siempre quiso utilizar maderas que mostrasen las cicatrices del tiempo. Decenas de trozos ajados de diversos colores que se unen formando una entidad nueva y atractiva. Lo que fue pedazo de una puerta, se cohesiona con otros semejantes y metamorfosea en mentón triangular de figura humana que mira, sin ojos, hacia abajo.
El peque prefiere las más pesadas. Disfruta colgándose del tirador sin saber si abrirá o se frustrará. Cuando se acerca a la del Rivas Centro y se abre sola, se desternilla de risa desconfiando antes de atravesarla. Prefiere las puertas con pomo a las automáticas. Tampoco aprueba la existencia de las giratorias.
Observo de cerca las conductas infantiles del peque para desaprender por imitación, e imagino a Stefaan extrayendo puertas abandonadas y descoloridas de una pila para recrear, con trozos de ellas, mi silueta sin rostro gesticulando a la espera de algo. Busca entre su colección tonos grises cabellera, naranjas piel apagados y verdes jersey oliva. No las retoca. Tan sólo se centra en hacer marcas de corte visualizando las cicatrices que
muestra la madera e imaginando otro retrato acabado.
Reciclar o morir. Volver a ser nuevo o morir. Se abre sola la puerta que da acceso a prolongar nuestra vida útil. Sin levantarme de la silla, me aproximo hacia ella tronchándome, pero sin dejar de observar, a un lado y a otro, por si se cierra de improviso.
Nick está en la habitación pensando en el verano. Lo sé porque ha alzado la voz para señalar que prefiere tienda antes que bungalow.
-Yo también-he añadido elevando el volumen.
Recuerdo que anoche comentamos entre risas que nos gustaría veranear junto al mar, en una tienda de campaña llena de cremalleras. Bromeábamos sobre el descanso temporal de este asunto de las puertas y sus portazos.
Durante esa semana, al menos, olvidaremos que somos compuestos de un material finito llamado tiempo que se quema a toda prisa.
He leído en una bola de cristal que este verano volverán los incendios a las portadas. Eso significa que, desde la lejanía, pegando los prismáticos a sus cuencas, un pirómano volverá a camuflarse en silencio para escuchar el crepitar de la madera ante la propagación inapelable de la nada.