En los últimos meses, tras los peores momentos de la pandemia, son muchas las personas que se han hecho alguna de estas preguntas; ahora que tengo un diagnóstico de trastorno mental, ¿qué ocurre conmigo? ¿Cómo me define esta nueva situación? ¿Me afectará a mi vida cotidiana, la que he venido viviendo en todos estos años?
Lo cierto es que el estigma asociado a un diagnóstico psiquiátrico o psicológico es muy
significativo. De acuerdo con distintos autores, entendemos el estigma como el conjunto de actitudes, habitualmente negativas, que un grupo social mantiene con otros grupos minoritarios en virtud de que estos presentan algún tipo de rasgo diferencial o «marca» que permite identificarlos (López y cols., 2008). En otras palabras, son esas actitudes que nos llevan a comportarnos de forma distinta con las personas que han recibido un diagnóstico de esquizofrenia, por ejemplo, creyendo que son raros, peligrosos, extraños, y que, por tanto, no pueden ser considerados como personas “normales”.
Son muchas las organizaciones y profesionales que luchan en el día a día contra ese estigma; sin duda, todos los que dedicamos una parte de nuestra vida a la clínica podemos asegurar que es uno de los factores que contribuye en mayor medida a la incapacidad del individuo. Sin embargo, pocos se han detenido a pensar sobre la validez del diagnóstico psiquiátrico: cuando nos diagnostican de, por ejemplo, trastorno bipolar, ¿ese diagnóstico es fiable? ¿Es válido o realmente la psiquiatría no es capaz de determinar con seguridad qué es lo que me pasa?
Una de esas personas que sí se detuvo a valorar este punto fue el psicólogo David Rosenhan, quien en 1973 publicó el articulo titulado On being sane in insane places (Sobre el hecho de estar sano en lugares insanos). En él, se recogía el famoso experimento realizado por Rosenhan y sus colaboradores, y que tenía como objetivo el analizar si los diagnósticos psiquiátricos están basados en alguna premisa científica o si, por el contrario, carecen de toda validez.
En dicho experimento, Rosenhan y sus siete colaboradores (todos ellos personas mentalmente sanas) acordaron presentarse en varios hospitales psiquiátricos indicando que escuchaban voces que repetían palabras como “vacío”, “hueco” y “ruido sordo”. Rosenhan estableció que este grupo de 8 personas serían denominados pseudopacientes y acordó con todos ellos que, más allá de informar de las voces, no debían mentir en absolutamente nada más (por ejemplo en su historia familiar). La segunda condición era que, si se solicitaba su ingreso, dejarían de decir que oían voces, es decir, debían de eliminar todos los síntomas por los que fueron ingresados; si el personal del centro les preguntaba por cómo se encontraban, ellos debían de decir que bien, que ya no escuchaban voces, manteniendo en todo momento un comportamiento correcto y acudiendo a todas las actividades que les propusiesen.
El primer hallazgo de Rosenhan fue fascinante: todos los pseudopacientes fueron ingresados, con una estancia media en el hospital de 19 días. Y todos ellos salieron con un diagnóstico de “esquizofrenia en remisión”.
El segundo hallazgo fue tan fascinante como perturbador: ningún psiquiatra fue capaz de
determinar que aquellas personas no eran personas con un trastorno mental, sino personas que estaban fingiendo sus síntomas.
Y lo que resulta más interesante aún: los pacientes (reales) del hospital fueron los únicos que se dieron cuenta de que los pseudopacientes fingían, llegando a establecer que seguramente se trataba de profesores o periodistas que estaban inspeccionando el hospital y se hacían pasar por locos.
Los resultados del experimento conmocionaron a la profesión médica, en especial a los
psiquiatras; ¿cómo era posible que se pusiera en entredicho la validez de los diagnósticos? Algo habría fallado en el proceso de admisión de los pacientes para que Rosenhan obtuviera esos resultados, ya que la psiquiatría, decían, era una rama de la medicina tan precisa como la cardiología o la propia neurología. Molestos, propusieron un reto a Rosenhan: éste podía mandar de nuevo pseudopacientes a los hospitales que, esta vez, estarían preparados para detectar a aquellos que presentasen síntomas falsos, empleando para ello todo el conocimiento que poseían sobre el diagnóstico de los trastornos mentales.
Ni que decir tiene que Rosenhan, un científico extraordinario, aceptó el reto. En los meses
posteriores, se evaluaron a 193 personas, 41 de ellas consideradas como pseudopacientes por al menos un psiquiatra, 23 como pseudopacientes sospechosos por al menos un psiquiatra y 19 como pseudopacientes por al menos dos psiquiatras. En total 83 personas, un 43% de todos los evaluados.
Lo genial es que Rosenhan, en todo ese tiempo, no mandó a ningún pseudopaciente a evaluar, es decir, que los psiquiatras estaban diagnosticando como simuladores a muchas personas que, en realidad, sí que tenían esos síntomas.
Como se pueden imaginar, la psiquiatría no reaccionó bien a su propio fracaso. Rosenhan recibió ataques furibundos por parte de sus colegas; no se podía admitir el fracaso de la disciplina, era necesario hundir al que lo descubrió.
En la actualidad sería muy difícil replicar los resultados obtenidos por Rosenhan; el ingreso sería complicado, tal y como lo demostró otra psicóloga que, recientemente, trato de reproducir el experimento. En este caso, fue ella la que se presentó en distintos centros fingiendo síntomas, esta vez sin colaboradores. No le ingresaron, pero a cambio recibió más de 80 recetas para fármacos.
Sin duda se trata de unos resultados que se han de tener en cuenta al recibir un diagnóstico psiquiátrico; esos diagnósticos, las etiquetas, muchas veces no aportan nada y responden a modas pasajeras que carecen de algún rigor científico. Y si no, piensen en el famoso trastorno por déficit de atención e hiperactividad, TDAH; un diagnóstico frecuente en nuestros menores y que, sin embargo, carece de toda validez y fiabilidad.
Cincuenta años después del experimento de Rosenhan, seguimos igual.