Se acercó a los cajones del chifonier y abrió el superior. Con sumo cuidado, sacó una obra y entornó los ojos en busca de detalles. Le quitó alguna pelusa con delicadeza y una gamuza, antes de ofrecérmela. Era una foto en blanco y negro. Incluso en escala de grises, era indiscutible que se trataba de la melena rubia de Marilyn. El rostro era el de una persona de rasgos asiáticos.
La galerista me dijo que se trataba de la cara del artista Yasumasa Morimura.
Es sábado por la tarde. Como amenaza lluvia, las familias buscan ocio y refugio en el centro comercial. Entre máquinas recreativas y restaurantes de comida rápida, se confunde la identidad ripense con la argandeña o la majariega. Avanzando por los pasillos con el peque subido a hombros, pienso que son imperceptibles las siete diferencias entre éste y el centro comercial de Alcobendas en el que nos cobijamos el pasado fin de semana.
Cuando devolví la obra a manos de su dueña, seguí interesándome por las técnicas y el mensaje del artista japonés.
-Pinta sobre fotografía o realiza fotomontajes en los que se apropia de iconos de la cultura popular global. Ha superpuesto su rostro en los autorretratos de Van Gogh, en las Meninas de Velázquez o sobre la figura inconfundible del Che-prosiguió la coleccionista.
En la planta alta nos cruzamos con las camisetas de Messi y Griezmann, pero las caras tampoco se corresponden. Una pequeña atraviesa el pasillo concentrada, conduciendo una moto eléctrica de la policía de ningún lugar.
Otro niño, oculto debajo de un casco de Darth Vader, golpea insistente la barandilla con una espada láser de juguete. Me detengo para no chocar con el pelo bicolor de Billie Eilish sobre la cara de otra chica. Seguimos caminando sin intención alguna de encontrar la salida, sólo la bajada.
-La producción de Yasumasa Morimura es ingente-concluyó.
Al salir, recordé que llevaba un ordenador conectado en el bolsillo y me senté en un banco a explorar las múltiples identidades del artista japonés.
Antes de quedar meditabundo en el bus, fui impactado por un famoso autorretrato de Frida Kahlo transformada en geisha.
Al pasar junto a la entrada del cine, la fragancia artificial de palomitas nos invade y despierta un apetito ficticio. Nick pregunta si nos apetece algo.
Mientras dudo, recuerdo los rumores acerca de la identidad falsa del pollo frito, del atún rojo o de las patatas, fritas también. Antes de acudir con el peque a las escaleras mecánicas, le digo que sólo una cerveza. Subimos, llegamos al final, damos media vuelta y bajamos, llegamos al final y volvemos a subir. Su pelo y el abrigo camuflan el cable desde su cuello a la parte posterior de su cabeza. El peque se monda mientras pienso cómo se
superpone su identidad de sordo sobre todas las demás. Ese cable se mostrará a partir de ahora, como su nariz o sus pestañas, y perturbará a los oyentes como otro autorretrato de Frida Kahlo con los ojos excesivamente rasgados.
Al llegar abajo por quinta vez, me coloco delante de él y me agacho hasta su altura para establecer contacto visual. Cruzo mis brazos con las manos desplegadas formando una X ante sus ojos para comunicarle que basta de subir y bajar. Le sugiero que vayamos a beber algo. El peque corretea y tira de la capa de un niño vestido de Batman. El superhéroe irreal empuja al peque con desdén y le sienta de culo. Su padre insta al niño murciélago a dejar atrás la escena sin decir ni mu. Rápidamente recojo mi dolor del suelo y el peque señala a la capa que se aleja. Lamento desconocer el signo, pero espero que el peque haya captado el empeño que tiene el ser humano en defender su disfraz.