En estos tiempos asistimos de nuevo a una polémica literaria, lo cual es sorprendente teniendo en cuenta que la sociedad cada vez presta menos atención a la ficción verbal y se sumerge de cabeza y sin pensárselo dos veces en la creación audiovisual de todo tipo y pelaje. La víctima en este caso ha sido el escritor británico Roald Dahl, al que la editorial Puffin UK ha decidido limpiar de términos que sus editores consideran inaceptables, como «gordo» o «feo», de tal modo que clásicos juveniles de la talla de «Charlie y la fábrica de chocolate» quedan exentos de términos peyorativos que, en teoría, pueden afectar a la sensibilidad de los lectores, a quienes tratan como niños a los que hay que proteger del pensamiento divergente. También van a correr la misma mala suerte los libros de Ian Fleming, cuyo héroe, el famosísimo James Bond, ya no se enfrentará a palabras políticamente incorrectas como «negro» y que tanto deben perturbar a lectores sensibles a los que, sin embargo, no parecen afectar en absoluto las persecuciones violentas, el maltrato físico y los asesinatos a sangre fría.
Esta actitud puritana surge de una concepción errónea de la obra literaria, la cual, si en principio nace fundamentalmente para el entretenimiento, con el tiempo, sea cual sea su calidad, acaba por convertirse en documento histórico de su tiempo. Con sus contradicciones, sus aciertos y sus fracasos, lo que podemos encontrar en cada libro es el reflejo de una sociedad viva, en proceso y, por tanto, modificar su contenido para adecuarlo a los efímeros estándares vigentes no es sino una traición tanto a su creador como a su contexto. Si han leído ustedes la novela «Belleza negra» de la autora inglesa Anne Sewell, sabrán que los animales obtuvieron en Gran Bretaña una ley contra la crueldad (1835) mucho antes de que en otras partes del mundo se aboliera la esclavitud o de que incluso, ahora mismo, se explote laboralmente a la infancia en algunos países; la realidad no se cambia negando aquello que no nos gusta, sino conociéndola y teniendo un
pensamiento crítico al respecto, que es lo que la lectura de la filosofía, la historia y la literatura nos enseñan en sus textos.
Las sociedades cambian y, lo que ayer nos parecía un crimen, hoy es un derecho, y viceversa. Lewis Carroll, quien iría en la actualidad directamente a la cárcel por pedófilo, nos legó la maravilla de «Alicia en el país de las maravillas» y Oscar Wilde, que fue condenado por prácticas sexuales legales hoy en casi todo occidente, es el autor de algunos de los cuentos literarios más hermosos que se hayan escrito nunca. Los seres humanos que escribieron dichas obras ya murieron y nada podremos hacer nunca por
cambiar su experiencia vital, pero sí está en nuestras manos tener la oportunidad, y me atrevo a reclamar el derecho, de respetar fielmente sus palabras para que su legado esté al alcance de todos, pues el conocimiento debe ser un derecho universal que no debe ser censurado.
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