-Podrías llevar estas fresas. Las tenemos en oferta-dijo la cajera del súper.
Una vez agradecida y rechazada la propuesta, la chica bajó el tono y susurró:
-Tenga cuidado. Un hombre estaba haciendo fotos a su perro.
Coloqué la barra de pan bajo el brazo antes de salir, agacharme junto al compañero perro y desabrochar la correa de su collar. Miré alrededor buscando al fotógrafo pero sólo alcancé a ver su espalda, alejándose.
En el Madrid de 1881 era común la presencia de perros callejeros. El perro Paco era uno más, hasta que un cliente habitual le ofreció un pedazo de hueso y le puso nombre en el Café de Fornos. Desde entonces, era tan asiduo, o más, que Azorín, Manuel Machado o Pío Baroja.
Si no obtenía comida, cruzaba la calle Alcalá para probar suerte enfrente, en el Café Suizo.
El compañero perro camina suelto junto a mí. Al inicio de la tercera edad, nada perturba su parsimonia. Le interrogo buscando en sus ojos respuestas, pero prefiere acercarse a un arbusto a olisquear. La nueva ley prohíbe atar a un perro a la puerta de un comercio mientras compras el pan, pienso. La vieja ley prohibía llevarlo suelto. Mientras encierro sus excrementos en una bolsa negra de plástico y busco una papelera roja, enumero mentalmente las multas legítimas que podría recibir durante cualquiera de nuestros paseos.
Pronto el perro Paco saltó a las páginas de prensa. En aquel Madrid decimonónico, se convirtió en un personaje muy querido. Periodistas y escritores narraban sus andanzas en las columnas. Los madrileños idolatraban su espíritu bohemio, libre y callejero. Su fama creció de tal modo que se le permitía el acceso a cualquier lugar. La policía y los empleados de seguridad de los locales lo respetaban. El perro Paco frecuentaba los cafés literarios, eventos sociales de toda índole y las corridas de toros. Apadrinado por la psicología colectiva de la ciudad, el can ocupaba su localidad en el tendido 9 de la plaza de toros.
De vuelta a casa, nos cruzamos con una fila india de pequeñajos que caminan junto a sus profesoras. Se dirigen al aire libre de un parque cercano.
Inmediatamente, la fila se ha desperdigado al divisar al compañero perro. Niños y niñas se acercan a preguntar si se le puede acariciar. Se aproximan hacia él en grupo, más como cazadores sigilosos que como amistosos peatones. Intuyendo que tarde o temprano recibirá un tirón de pelo, una patadita o un dedo en el ojo, el compañero perro huye a paso ligero en dirección contraria, manteniendo las distancias.
Cuando llegamos a casa, temo abrir las redes y encontrarme sus fotos, frente al súper, en algún foro de vecinos de Rivas. Recuerdo el fenómeno de los policías de balcón durante la pandemia. Ahora los policías de red social se vanaglorian mostrando las faltas ajenas y sometiéndolas al linchamiento popular.
Aquel día los madrileños trataron de apalear al asesino del perro Paco.
Patadas y puñetazos lo sobrevolaban sin que pudiese hacer nada. Sucedió en la plaza de toros, durante una novillada. Esa tarde del 21 de junio de 1882, la faena resultaba desastrosa cuando el perro Paco saltó al ruedo. El novillero se disponía a matar mientras el perro jugueteaba en derredor, como increpando su impericia. En su afán por sacárselo de encima, en vez de al novillo, el lidiador dio una estocada al perro y a todos los madrileños. Días después, el famoso perro moriría. El aspirante a torero logró escapar de milagro.
Hace un año y medio que se inauguró la estatua en homenaje al perro Paco.
En la calle Huertas, corazón del Barrio de las Letras. Hoy cada esquina huele a orín de turista en verano, pero los perros pasean atados. Los humanos que sujetan las correas portan dispensadores de bolsitas de plástico y botellas de agua con una gota de lejía para rociar las meadas de sus mascotas.
Al llegar a la ubicación, descubro que han puesto una cadena al cuello de la estatua de bronce, atándola a la farola más cercana. A su lado, me detengo un instante a observar la corbata blanca del retratado y su morro alargado.
Otra turista saca su smartphone e inmortaliza la ironía. El siguiente turista, móvil en mano, me fotografía de espaldas, alejándome. Le imagino, mientras paseo ligero, explicando en francés la bonita historia de un perro bohemio. En una esquina de esa foto, subiendo la calle, siempre quedará la silueta pequeña y encorvada que un día me perteneció a mí.