¿En qué momento comenzamos a caminar de puntillas por miedo a ofender a aquellos
cuya sesgada visión les hace incapaces de aceptar los cambios?

A lo largo de los años, los escritores se dieron cuenta de que podían apartar las ramas
que impedían ver el bosque, revelando a los demás una realidad que habita más allá de
los límites impuestos por los convencionalismos y la moralidad reinantes.

Mirando hacia atrás, las grandes historias siempre estuvieron ahí; de la mano de
intrépidos aventureros y locos visionarios, descubrimos un mundo que giraba libre lejos
de la condena eterna con que nos amenazaban desde las aletargadas liturgias
dominicales.

La literatura emergió con fuerza con el fin de dar voz a los silenciados, poner rostro a
los oprimidos, desenmarañar lo incomprensible, pero, sobre todo, para derribar muros.
Su fiel escudero, el escritor, ya nacía portando en su interior el compromiso de la lucha,
debía proteger con su vida que el conocimiento no se perdiera ni se contaminara entre
tantos cambios históricos y modas pasajeras. Por ello, la literatura debe mantenerse
intacta. Crecer, sí; contaminarse, no.

Pero no nos engañemos, la censura ha existido desde siempre solo que antes se
apartaba con más discreción. Ahora una universidad de élite ha comenzado a censurar
abiertamente novelas que en su día fueron maravillosamente provocadoras. Aquellas
historias, muchas veces distópicas, nos ayudaron a crecer; fueron las semillas de
nuestras democracias y de nuestra libertad. Y sí, la censura es el primer paso para la
limitación de otros derechos que nos pertenecen. Por ello debemos dar un paso adelante.
Todos los escritores a la vez recordemos que llevamos en nuestro interior esa llama que
protege el conocimiento, no permitamos que la historia se repita.

Yo debo insistir hasta quedar afónica ¡los derechos no se tocan!, porque la quema de
libros está a la vuelta de la esquina. ¡Antes me inmolo con mis libros que permitir que
los silencien!

Quizás el papel de censurador del conocimiento no sea aún visible para los que nunca
han sido capaces de ver el bosque entre tanta arboleda. Pero es cuestión de tiempo. De
todas formas, ya no es necesario arrojar los libros a la plaza para reducirlos a cenizas,
solo hay que echar un vistazo al panorama literario actual: ¡cualquier imbécil puede
escribir un libro! –lo digo desde el respeto que me ofrece que un desconocido quiera
dejar de serlo–. Me refiero a la sobrealimentación del mercado literario con temas
banales –la literatura basura es tan dañina como la comida rápida–; incluso la poesía,
reservada antaño a unas pocas almas nobles, está saturando el panorama actual con
incomprensibles y sensibleros mensajes.

Hace tiempo que las editoriales ya no apuestan por los desconocidos o, al menos, eso
me parece a mí. El baremo del escritor –dejo al margen a los grandes saurios que tienen
su merecido espacio– se mide exclusivamente por el número de seguidores en redes sociales, y su expansión cobrará más fuerza si el individuo en cuestión sale en los
medios de comunicación o es influencer. Ahí están los futuros éxitos editoriales y el
fracaso de la buena literatura. Entretenimiento frente a compromiso social. Otro tipo de
hoguera; la más dañina, creo yo.

Los escritores, con nuestra prosa y nuestra poesía, nacimos con el compromiso de
derribar muros a golpe de martillo, de reivindicación. Por ello, no me pidáis que camine
despacito para no ofender, pues yo escribo para que mis palabras resquebrajen los
muros de la sinrazón, no para salir guapa en mi cuenta de Instagram. Pese a quien pese.

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