La mujer singular que traigo hoy, a estas líneas, es Ramona Aparicio Rodríguez maestra pionera en nuestro país. Perteneció a la generación de normalistas que antecedió a la de las mujeres formadas en las normales femeninas a partir de 1858.
Apenas hay datos sobre su vida privada y sí sobre su trabajo como docente y directora de todas aquellas instituciones que se fueron creando en España, a lo largo del siglo XIX para la educación y formación de las mujeres. Por ello, me ha parecido interesante explicar someramente la situación de la educación de las niñas y mujeres en España, haciendo hincapié en las diferentes instituciones en las que estuvo Ramona Aparicio, tanto como alumna, profesora y directora.
Durante el siglo XVIII, Siglo de la Ilustración, se dieron intensos debates sobre el estatus de las mujeres. Fue un siglo de optimismo pedagógico en el que se favoreció notablemente un cambio de actitud hacia la necesidad de incrementar la educación femenina, fundamentalmente para servir mejor al marido y a los hijos. Las futuras esposas podrían entender mejor al esposo, además de que serían las primeras educadoras.
Educada para ser virtuosa y sumisa y para poder desempeñar con eficacia sus tareas de ama de casa, buena madre y obediente esposa, sin duda se consideraba en general que era menos necesario para ella la adquisición de unos conocimientos que no iban a servirle para la función “que la naturaleza le había asignado”.
Así, a lo largo del siglo XIX, la mujer seguía siendo en su gran mayoría, analfabeta; su acceso a la educación era más limitado que el del hombre y, en ambos casos, se abandonaba la escuela a edad temprana. Por otro lado, la asistencia era limitada durante los años que duraba el aprendizaje, ya que las niñas tenían que ayudar en las labores de la casa y la crianza de sus hermanos y hermanas. En cualquier caso, se apreciaban grandes diferencias entre las diversas clases sociales a la hora de educar a una hija, como evidenció María del Pilar Sinués en su libro: “El ángel del hogar».
Jovellanos, en 1809, apuntaba en sus “Bases para la formación de un plan general de instrucción pública”:
“La educación de las niñas, que es tan importante para la instrucción de esta preciosa mitad de la nación española, y que debe tener por objeto el formar buenas y virtuosas madres de familia, lo es mucho más tratándose de unir a esta instrucción la probidad de sus costumbres: de una y otra dependen las mejoras de la educación doméstica, así como las de esta primera educación tienen luego tan grande y conocido influjo en la educación literaria, moral y civil de la juventud; por tanto, meditará muy detenidamente la Junta los medios de erigir por todo el Reino: 1) escuelas gratuitas y generales, para que las niñas pobres aprendan las primeras letras, los principios de la religión y las labores necesarias para ser buenas y recogidas madres de familia; 2) los de organizar colegios de niñas, donde los que pertenezcan a familias pudientes puedan recibir a su costa una educación más completa y esmerada”
Antes de seguir, me gustaría compartir algo que me ha llamado la atención. Se usaba el término “educación” y no el de “instrucción” cuando se refería a las niñas, pues entendían que la educación estaba dirigida al corazón, mientras la instrucción estaba encaminada al cerebro que era el tipo de educación que recibían los hombres; se pensaba que los conocimientos intelectuales eran radicalmente opuestos a la mujer (por lo que eran denostadas las “Bachilleras”).
Ramona Aparicio nació en Madrid en el año 1808, en plena Guerra de la Independencia. Como hija de una familia acomodada y ciertamente avanzada para la época, comenzó sus estudios de enseñanza primaria en una de las más prestigiosas «escuelas mutuas» del país: la Escuela Lancasteriana de Niñas.
La enseñanza mutua, también conocida como lancasteriana fue un modo de organización escolar y método de enseñanza establecido primero en Madrás (India) en 1796 por el pastor anglicano Andrew Bell (1753-1832) y dos años más tarde, con algunas variantes, por el cuáquero Joseph Lancaster (1778-1838). La educación lancasteriana no se centraba en dar a conocer la Biblia y asuntos relacionados con la religión, sino que buscaba enseñar a las personas sin importar la condición social o la edad.
En síntesis, la adjetivación como «métodos o sistemas mutuos» se debía al hecho de que la enseñanza de los alumnos, formando grupos de ocho, corría a cargo no del maestro sino de otros alumnos aventajados, que habían sido previamente formados a tal fin, como monitores para la enseñanza de las distintas materias o actividades de la escuela primaria. Por otro lado, existían otros monitores para las funciones de vigilancia y orden que eran muy importantes dado el número personas que asistían a clase.
Este sistema fue creado para responder, con un bajo coste, a las necesidades de escolarización existentes en las ciudades. Este método requería una gran, única, rectangular y espaciosa sala (presidida, en alto, por la mesa del maestro rodeada en ocasiones por una balaustrada), para unos 150 a 350 alumnos, sentados en bancos corridos para dieciséis de ellos, en cuyos lados se hallaban carteles o dispositivos para la enseñanza de la lectura y del cálculo, alrededor de los cuales se distribuían en forma de semicírculo, con su monitor al frente, grupos de ocho alumnos.
Se pretendía, así mismo, con este peculiar sistema de enseñanza suplir, en cierto modo, la carencia de maestros y maestras profesionales (lo que hoy serían docentes titulados) en unos niveles formativos que, como la educación primaria femenina, apenas contaban con profesores aptos que pudieran ser mantenidos por los exiguos presupuestos destinados a la enseñanza por las distintas administraciones públicas de la época.
En España contaría, al principio, con el apoyo estatal y después con el apoyo de algunas sociedades económicas, ayuntamientos o particulares, llegando a crearse en 1818 una escuela-modelo lancasteriana dirigida por el oficial Juan Kearney. Concretamente, la escuela a la que asistió Ramona estaba bajo el auspicio de la Junta de Damas de Honor y de Mérito de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País.
Pues bien, Ramona desde muy pronto, dio muestras de poseer una innata curiosidad humanística y una acusada vocación docente que la situó, casi de inmediato, a la cabeza de las alumnas adelantadas. En 1822, cuando apenas contaba catorce años de edad, el propio Kearney examinó a la joven y, dados sus amplios conocimientos y su manifiesta aptitud para la docencia, le otorgó el título de Directora de la escuela. Con este reconocimiento a su alumna intentaba demostrar a la administración estatal la validez de su novedoso sistema.
Así, se puede afirmar que Ramona Aparicio fue una de las pioneras en el acceso a la enseñanza desde la propia práctica del ejercicio de la docencia; hasta algunos años después, en 1837, no recibió el título oficial de maestra.
Finalmente, en 1857 Claudio Moyano Samaniego, ministro de Fomento, consiguió sacar adelante la famosa Ley de Instrucción Pública (Ley Moyano); en ella se establecía la orden de crear escuelas para niños y niñas en todas las poblaciones superiores a 500 habitantes y en las que no se alcanzase esta cifra, una escuela mixta con la lógica diferencia entre sexos. Al año siguiente se inauguró la Escuela Normal Central de Maestras de Madrid, de la que fue nombrada directora Ramona Aparicio Rodríguez, con la pertinente recomendación elogiosa de la Junta de Damas de Honor y Mérito.
No abandonó por ello sus funciones rectoras al frente de la Escuela Lancasteriana de Niñas, que pasó a convertirse en la Escuela de Prácticas de la Normal y en el primer eslabón por el que habían de pasar las aspirantes a ingresar en la Escuela Normal Central. Al frente de ambas instituciones, Ramona Aparicio se mantuvo hasta la fecha de su muerte, compaginando sus funciones administrativas con su dedicación a la docencia en calidad de “maestra de labores”. Esto era normal entre las educadoras de su edad, casi todas ellas formadas en las antiguas «escuelas de costura» de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en las que, junto a las labores de aguja y dedal, se enseñaba a las niñas a leer y escribir, así como los rudimentos de la aritmética.
Sin embargo, esta especialización en la enseñanza de labores domésticas no supuso, en el caso de Ramona Aparicio, una separación de otras funciones de mayor rango académico; así, fue requerida frecuentemente para que asistiera, en calidad de examinadora, a las sesiones de los tribunales de reválida de maestras de primera enseñanza. Además, su formación y su experiencia pedagógica le permitieron comparecer como miembro de los tribunales de oposiciones a plazas públicas de escuelas femeninas, así como a otras complejas pruebas en las que se intentaba acreditar la validez de las directoras de escuelas normales de niñas.
A los sesenta y un años de edad fue nombrada directora de la recién creada Escuela de Institutrices (1869), patrocinada por el sacerdote krausista Fernando de Castro y Pajares, catedrático de Historia Universal en la Universidad Central de Madrid. Un año después, cuando el propio Fernando de Castro fundó la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, nombró a Ramona Aparicio como miembro de la junta directiva. Esta asociación reunió a todas las Escuelas creadas por este docente destinadas a la mujer: Escuela de Institutrices, de Comercio, de Correos y Telégrafos, de Profesoras de Párvulos, de Profesoras de 1º elemental, de 1º superior, de Preparatoria, de Segunda enseñanza, y de Taquigrafía y Mecanografía.
Por otro lado, en 1869 se habían organizado las Conferencias Dominicales para la Educación de la Mujer a las que acudían intelectuales de la época; la conclusión que se puede sacar de todas esas conferencias es que: “la mujer tiene igual derecho e idéntico deber que el hombre a instruirse para que le sea posible realizar la misión que como individuo le ha sido asignado y lo haga con las mayores garantías de éxito”. Pero, no nos engañemos, realmente los krausistas aspiraban a una educación para las mujeres que no pusiera en apuros al sistema imperante en la época: Los “Ángeles del hogar”.
Finalmente veamos lo que nos cuenta de ella Concepción Saiz, mujer que la conoció personalmente y autora de “Un episodio nacional que no escribió Pérez Galdós. La revolución del 68 y la cultura femenina”:
«En los años de 1876-78, la Señora jamás faltó a su clase, de mediana estatura de formas llenas, pulcramente ataviada con oscura falda redonda (rasante al suelo) y un garbancito negro (de paño en invierno y de seda en el buen tiempo), decorado en cuello y mangas con blancos encajes de verdad, como lo eran los negros, que formaban el ligero tocado que cubría sus grises bandós, Dª Ramona Aparicio sentábase a las dos en el sillón de la clase, y en ella permanecía examinando los trabajos, ya de una, ya de otra de las tres secciones, y haciendo observaciones atinadas. Su expresión, siempre igual, reservada y severa, encarnaba el respeto al principio de autoridad, según el ideal de su época. Nunca se la vela sonreír»
Ramona Aparicio Rodríguez falleció en Madrid en 1881 después de 59 años al servicio de la enseñanza de la mujer. Jamás se la oyó pronunciar una frase dura, exigir un trabajo penoso o aplicar una sanción injusta a las alumnas.