Mil carreras para cero medallas. Nick y yo somos velocistas por imperativo. En esta ocasión, el peque se ha alejado en dirección a un bebé que se mantiene en pie a duras penas. Ha tenido el tiempo justo de agarrar su bracito y devolverle al suelo del Parque Lineal. Nuestro esprint sólo ha servido para abroncarle y excusarnos ante un padre enardecido.
Inmediatamente el peque se ha acariciado el dorso de su mano izquierda con la palma de la derecha. Tanto el bebé como el padre ignoran el significado del gesto. Cuando aceptan las disculpas, nos agachamos para calmar al bebé y explicarle que el peque sólo trataba de jugar con él, pero que, como no sabe hablar, le ha cogido un poco fuerte del brazo.

De aquella pared de los perdones pendían, apelotonados, miles de pompones de lana multicolor. Cuando me acerqué a palpar la suavidad de tal multitud de bolitas de lana, me percaté de que había mensajes minúsculos prendidos en cada una de ellas. Acerqué mis ojos hipermétropes y las lentes cooperaron para descifrar una de aquellas oraciones: «Perdón por sentirme abrumadoramente perdido».

-Los niños tienen que venir educados de casa- sentenció aquella madre enfurecida mientras alejaba a su bebé en volandas. El peque recibía nuestras reprimendas sin inmutarse. Me fijé en que no llevaba el audífono ni el implante coclear. Nick se puso frente a él, se agachó y trató de hacerle entender que estaba mal. Una y otra vez, con los dedos índice y meñique alzados como cuernos de caracol, Nick zarandeó la mano derecha desde su barbilla hacia abajo reiterando su frustración. Nos hubiese gustado poder explicarle, pero aquella madre ya había dictaminado y golpeado con mazo de juez, interrumpiendo bruscamente cualquier intento.

«Perdón por no abrazarte más», «Perdón por volver a salir sin llaves», «Perdón por arruinar tu cumpleaños», «Perdón por necesitar tanta ayuda», «Perdón por dejar todo para mañana», «Perdón por decir que te entiendo», «Perdón por cargarme lo nuestro», «Perdón por no llegar a tiempo» «Perdón por mi adolescencia».

Después de pedir perdón, repito nuevamente la explicación como un mensaje grabado que se reprodujese cada poco: «Aún no habla porque es sordo. Por eso llama su atención a través del contacto físico. Siento que se haya asustado». Al levantar la vista por encima de nosotros, sus oídos han dejado de escuchar. El abuelo de la pequeñaja se ha desconectado justo después de la palabra «sordo».

Incomprensiblemente, la nube de pompones sobre la pared se agrandaba al ritmo que mis ojos navegaban el muro buscando mensajes nuevos. Ambos progresaban imparables: el amasijo esponjoso de bolas de lana multicolor devorando el espacio, y mis ojos rastreando otra disculpa anónima de alguien que no se atrevió a pronunciarla. Tuve que cerrarlos para moderar la angustia, pero la mente se había enfrascado en excavar y enunciar mi propia
lista de perdones sin pedir.
Anulada la vista, noté cómo se expandía la nube de pompones hasta alcanzar la punta de mi nariz. Me imaginé en el vagón de metro en hora punta, encerrado y atosigado por una muchedumbre. Cuando una nueva visitante abrió la puerta, la habitación de los perdones me invitó a salir escupido.

Hemos llegado al aula caminando a paso ligero por los pasillos del colegio. El tema de la charla es una introducción a la problemática de la comunidad sorda. El profesor, signando frente a la intérprete, pone énfasis en que las circunstancias de cada persona sorda afectan a su desarrollo. Poco tiene que ver el desarrollo de un bebé que nace en una familia oyente del que nace en una familia sorda que se comunica en lengua de signos, por ejemplo. Hasta 2007 no se reconoció oficialmente la lengua de signos española. Mientras los papás cuchicheamos, el profesor patalea con su pie derecho para frenar el murmullo y expresar su disconformidad. Luego siguió signando en dirección a la intérprete, que traducía con destreza:
-Ser sordo no es una enfermedad, pero la medicina lo trata como tal. Hay una obsesión de los otorrinos por descartar la lengua de signos, tratar de que escuchemos, despojarnos de nuestra lengua y que nos convirtamos en oralistas. ¿Y cómo nos comunicamos mientras? ¿Y cómo os comunicáis con vuestros hijos?

Horas más tarde, en casa, el peque espera con atención a la siguiente carta. La saco del mazo y le descubro el dibujo de un loro. Mientras pronuncio la palabra, cierro el puño derecho, estiro el índice y lo doblo antes de llevármelo a la nariz. El peque imita el gesto y emite un sonido indescifrable.
Chocamos los puños cerrados para celebrar su aprendizaje y extraigo una carta con un pompón rojo de lana dibujado. Aprovechando que parece una pelota, junto los dedos de ambas manos dejando un espacio vacío y redondo entre ambas. El peque me imita y asiente con la cabeza antes de meterse la carta en la boca. Nos detenemos un rato para masticar tanto la carta como el pensamiento: «ojalá seas capaz de hablar algún día, pero nuestra comunicación seguirá progresando aunque tengamos que crear juntos nuestra propia lengua».

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Quique Pastor (Madrid, 1976) es un escritor de oficio, dedicado profesionalmente a la creatividad publicitaria y vecino de Rivas desde hace años. Es autor de las novelas 'El niño del Chupa Chups' (2008) y 'El tátara tátara tátara tátarabuelo' (2010) y el poemario 'Ejercicios de incomprensión' (2023). También cabe destacar sus blogs 'La raíz cuadrada de lo que soy' (2012-2013) y 'Ejercicios de incomprensión' (2014-2018), laboratorios indispensables para el desarrollo de técnicas literarias.