Mi cuerpo no ha acabado estampado en el suelo por los pelos. El compañero perro se ha cruzado en el camino del carrito, haciéndonos tropezar, mientras la mayor me asediaba con obuses de preguntas e imágenes. Tratando de esquivar la caída, el segundo dedo de mi pie griego ha rasgado el último hilo que lo aguantaba y ha escapado del calcetín. Restablecido el equilibrio, he notado otro dedo más menudo aprisionando el meñique de mi mano izquierda. Centrado en atender al peque y acariciar con una palabra al compañero perro, escucho a la mayor enumerar el palo loco, el tren de la bruja, las camas elásticas y un algodón de azúcar, antes de cerrar con un elocuente «Me lo has prometido».

Aquella mañana de julio daba la impresión de que la niña no quería estar allí. Eran las nueve de la mañana y el sopor era visible aún en su comunicación no verbal. Su entrenador lucía shorts rojos y un moreno de piel perpetuado.
Se tuesta hace años bajo el mismo sol que le ciega cuando sus ojos persiguen una bola alta. La niña sujetaba con desgana su raqueta y le daba suaves patadas con ambos pies alternativamente. En su intención de seguir retrasando el inicio del entrenamiento, preguntó:
-¿Cuándo salimos para Valencia? ¿Sabes si puede venir mi padre?

Mientras retomamos la cuesta, ahora hacia arriba, nos pasan por el antiguo carril bici dos diablillos dando pedales rumbo al parque de Bellavista. En la espalda de sus maillots lucen sus llamas inconfundibles. La ligereza de su pedaleo contrasta con mi espalda inclinada hacia delante, la cabeza gacha, los brazos estirados fuertemente sujetos y mi respiración extenuada empujando el carrito del peque.

El entrenador le pidió que empezase a calentar. Para motivarla a salir de su apatía lanzó una frase con la raqueta abrazada sobre su pecho:
-Si llegas a la final en Valencia, te clasificas para el torneo internacional de Croacia para menores de doce. ¿Lo sabías?
-Si es en agosto, mi abuela viene seguro.
-No tan seguro. Tendría que pagarse todo. El torneo sólo invita al jugador y a un acompañante, que suele ser el entrenador.

A medida que nos acercamos al mirador que hay en lo alto del parque, gana terreno el pensamiento de que es un esfuerzo baldío. La mayor quiere desertar hacia las zonas infantiles, el peque se rebela señalando en dirección contraria a mí y el compañero perro se ha tumbado a la sombra a la espera de quien lidere. Un debate aguarda en el banco que acabamos de dejar atrás, entre el sol y la sombra.
Ella esgrime que «nada está cerca cuando todo el camino es cuesta arriba». Le recuerdo que querían ver «casi todo» Rivas desde lo alto del mirador, pero la mayor pretende que admita que he dicho «parque» y que «en esa cuesta arriba no hay ningún parque». Luego exige enfilar hacia unos columpios y apunta algo sobre la promesa de meñique, justo antes de volver a enumerar el palo loco, las camas elásticas, el tren de la bruja y un algodón de azúcar. Le respondo que «Yo no he prometido nada». Que ha aprovechado que casi me caigo para enlazar nuestros meñiques. Que no creo en promesas y que iremos a las fiestas por placer, no por obligación. Luego callo, mordida la lengua, por no implorarle que me jure que nunca prometerá.

El último derechazo de la niña fue perfecto. Su entrenador la felicitó palmeando con una mano contra el cordaje de su raqueta:
-Esa derecha tiene magia.
-Entonces, ¿crees que tengo opciones?
-Allí estarán las mejores. Tienes cualidades, pero sólo eres una promesa de la que nadie ha oído hablar. Recuerda que has de disfrutar en la pista, golpear duro a la bola y buscar situaciones cómodas para cerrar los puntos con tu derecha.
La niña se agachó y empezó a recoger del suelo las pelotas amarillo óptico mientras me alejaba del vallado. Aquella fue la primera y última vez que supe de ella.

Por la tarde, el recinto ferial está repleto en el día de San Isidro. Mientras espera su turno para el palo loco, la mayor trata de extinguir sus uñas a base de mordisquitos y el peque señala ansiosamente los cochecitos. Insiste, una vez más, en que no olvide el algodón de azúcar mientras el gentío y la impaciencia ponen a prueba mis nervios de horchata. A escasos metros, decenas de niños saltan y se agachan entre carcajadas para evitar el
atropello del palo giratorio. A este lado de la valla, atentos a su divertimento, sus padres y madres fantaseamos con crear para ellos un mundo acolchado como ése, en el que los golpes hagan reír y rebotar, y el dolor simplemente sea una palabra de origen latino formada por cinco letras.

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Quique Pastor (Madrid, 1976) es un escritor de oficio, dedicado profesionalmente a la creatividad publicitaria y vecino de Rivas desde hace años. Es autor de las novelas 'El niño del Chupa Chups' (2008) y 'El tátara tátara tátara tátarabuelo' (2010) y el poemario 'Ejercicios de incomprensión' (2023). También cabe destacar sus blogs 'La raíz cuadrada de lo que soy' (2012-2013) y 'Ejercicios de incomprensión' (2014-2018), laboratorios indispensables para el desarrollo de técnicas literarias.