Mi móvil ha vuelto a vibrar.
Probablemente sea un email comercial o un meme del negro del guásap, pero siempre cabe la posibilidad de que a la mayor le haya subido la fiebre en el cole, o de que el peque haya caído rodando escaleras abajo.
Como uno nunca sabe, lo he cogido y he confirmado que no hay hijo alguno en urgencias. Luego se han escurrido otros diez o quince minutos en el batiburrillo de redes sociales, tras verificar que un padre ha reenviado un artículo acerca de los riesgos del uso excesivo de la tecnología para el cerebro de los niños.
Bajo el techo de mi despacho hay decenas de aviones sobrevolando en trayectorias cruzadas. Son aviones considerables. En cada uno de ellos caben, al menos, cincuenta moscas ordenadas en diez filas de asientos. Se esquivan en el último momento con virajes acrobáticos, salen por la puerta hacia el vestíbulo, giran ciento ochenta grados y vuelven a buscar la mejor perspectiva para asomarse unos segundos a mi mollera pelada.
La mayoría son aviones comerciales, pero también hay cazas militares y avionetas. A pesar de que su tamaño se mide en centímetros, el zumbido de sus motorcitos es perturbador. Semejante tráfico aéreo en un despacho parece insostenible. De la librería al archivador y de la puerta abierta a la ventana cerrada, trazan óvalos interrumpidos a distintas alturas en el aire viciado. Sobre el escritorio, un manuscrito aguarda a ser releído. En la
portada, el título en negrita: Esperando el accidente.
Nick y yo hemos jugado a contar nuevas profesiones que se desarrollan ante nosotros en torno al abuso de la tecnología. De madrugada, un bookstagramer me ha enviado un mensaje programado. La mayor acaba de recibir nuevo material didáctico en el aula virtual del colegio público bilingüe al que acude. Leo que una ola de padres y madres se organiza en Barcelona para que se impida a los niños tener móvil hasta los dieciséis. Han creado un grupo en Telegram al que se han unido miles de personas. No es difícil imaginarles enviando, leyendo y respondiendo mensajes del grupo hasta altas horas, mientras las criaturas descansan.
Vibra nuevamente el móvil dentro del bolsillo delantero de mis vaqueros, pero no había mensaje nuevo. Juraría haber sentido la vibración, pero no es la primera vez que miente mi cerebro. Este suceso ya tiene nombre. El síndrome de la vibración fantasma lo llaman, y cuando lo he comentado con Nick, me ha confirmado que también a ella le ha sucedido ocasionalmente.
Otro padre ha reenviado un artículo con la intervención de un experto. Cuando trata el tema de moda en el chat de padres, subraya que lo digital avanza a tal velocidad, y mantiene a la gente enganchada a las pantallas durante tantas horas al día, que es imposible diagnosticar los cambios que se producirán en el cerebro humano en las próximas décadas, puesto que no existen estudios a largo plazo de los efectos de este abuso.
Hay un código que no me muestran o una intercomunicación que no se escucha. Aguardo al mayday boquiabierto, con la estupidez subida. Tras unos minutos observando, sigo sin descifrar las reglas que impiden que, al menos dos avioncitos, colisionen sobre mi cabeza.
Avanzamos con la sensación de estar frenéticos de tecnología: poseídos de frenesí y un tanto furiosos a la vez.
La última tecnología es tan sólo una frase de vendedores que hace reír.
Mientras unos humanos crean tecnologías para engancharnos, otros crean tecnologías para entrenar al cerebro frente a esa amenaza. Se escucha en bucle el discurso de que una nueva tecnología vendrá a solucionar el problema que la anterior creó.
Le he pedido a Nick, por favor, que no se preocupe por nada y que me traiga la raqueta electrificada antimoscas.
-Tú verás, pero en casa no estamos para otra guerra inútil con cientos de moscas muertas -ha resuelto Nick.
Es una tecnología poco sofisticada para exterminarlas con la espectacularidad añadida de un chispazo, pero la raqueta tiene las pilas agotadas y el caótico espectáculo de aviación mini resulta hipnótico de más. Embobados como estamos, discurrimos que la oscuridad llegará pronto.
Cuando acabemos de cenar, si el aeródromo persiste, cortaremos la luz y nos abrazaremos a ciegas en la cama. Si nuestros cerebros desean escuchar la verdad, nos calentaremos y dejaremos que el tráfico se disperse hacia un lugar cercano, repleto de leds y sobrecargado de publicidades dinámicas en múltiples idiomas.