Esta semana se presentaba en los medios de comunicación el programa ‘Survive (Suicide prevention and intervention: cohort study and nested randomized controlled trials of secondary prevention programs for suicide attempts)’, el plan piloto nacional para reducir los intentos de suicidio en adolescentes. Este, sin duda, es un tema de máxima importancia, tal y como lo reflejan las cifras de intentos y de suicidios consumados entre nuestra población más joven y entre nuestros mayores y que hemos tratado en varias ocasiones en Rivas Actual.
Vamos a centrarnos en el plan nacional; al ser un programa piloto, su objetivo es realizar un estudio longitudinal (en otras palabras, a lo largo del tiempo) de una población concreta, en este caso, de 2.000 personas que hayan realizado un intento de suicidio en España, con el objetivo de analizar las tentativas de suicidio, búsqueda de patrones, etc. Asimismo, se va a evaluar la eficacia de tres programas de prevención secundaria que se añadirán al tratamiento habitual de la conducta suicida para, finalmente, presentar los resultados a la ciudadanía.
Mis expectativas en relación al éxito del programa son casi nulas (espero equivocarme), y lo son por cuatro motivos que no se incluyen en el diseño del mismo y que me gustaría compartir con ustedes.
En primer lugar tenemos el problema de la educación reglada. No me refiero a los contenidos, que se modifican en función de los caprichos de nuestros gobernantes cada cuatro años (como si tanto parche fuese a mejorar la formación de nuestros menores), sino a la escasa formación de nuestros docentes en materia de acoso escolar. Uno de los factores que, sin duda, tienen un peso más importante en la conducta suicida es el denominado bullying; es una realidad constatada por los datos que una gran mayoría de jóvenes ha sufrido (o sufre) un acoso escolar brutal que les lleva, como última medida, a tratar de quitarse la vida.
Sin embargo, nuestr@s docentes no están formados para detectarlo e intervenir en ello; los centros apenas reconocen casos de acoso escolar (aún recuerdo una jornada sobre este tema que organicé junto con la Comunidad de Madrid y a la que no acudió ni un solo centro educativo de la región porque ninguno había tenido casos de acoso escolar en sus aulas…) o que, cuando lo identifican (generalmente por insistencia de la familia del menor o la menor acosada), ponen en marcha un protocolo que se ha demostrado ineficaz y que suele acabar con la acosada o acosado cambiándose de centro educativo. En ningún caso se habla de la formación de los docentes, de darles la capacidad de intervenir, de empoderarles para que puedan afrontar el problema con garantías. Tenemos el conocimiento suficiente para hacerlo, las tecnologías nos permiten formar a muchos desde un único dispositivo electrónico. Solo hace falta tiempo, y nuestr@s docentes es algo que tienen (y si no, que el mes de julio lo dediquen a ello).
En segundo lugar, tenemos el problema de las redes sociales. Es, en mi opinión, uno de los factores cruciales: nuestr@s jóvenes están construyendo su personalidad en torno a una realidad que no existe, una realidad que les exige estar felices las 24 horas del día los 365 días del año. Su autoconcepto, su autoestima, depende en gran medida del número de likes que obtengan por una determinada publicación: si tiene repercusión, se sentirán importantes, se valorarán a si mism@s. Por el contrario, si reciben comentarios desagradables o, lo que es peor para algun@s, no reciben absolutamente nada, su imagen de si mism@s sufre un impacto de difícil reparación. Lo más curioso de este tema es que no hacen nada que no hagamos los adultos: estamos todo el día conectados a un dispositivo móvil sin atender lo que está ocurriendo más allá de la pantalla; somos adict@s aunque nos cueste reconocerlo, y estamos transmitiendo un modelo de relación con el otro que es extraordinariamente perverso, donde cualquiera puede opinar sobre lo que pensamos, sentimos o hacemos con el peligro que eso conlleva. De ahí el debate de si l@s menores deben aprender a utilizar la tecnología desde edades tempranas o si de les deben prohibir hasta que sean capaces de entender que su personalidad no pueden construirla de acuerdo con la opiniones de miles de personas.
En tercer lugar, tenemos el problema del consumo de drogas. En los últimos años se ha disparado el número de jóvenes que consumen marihuana (cannabis) con la creencia, errónea, de que se trata de una “droga blanda”. Si bien el lobby de la marihuana (presente también en España) dedica una ingente cantidad de recursos a hacernos creer que el cannabis es inocuo, incluso beneficioso para relajarnos, combatir el estrés, etc, los datos científicos (y clínicos) apuntan a otra dirección, estableciendo la marihuana como uno de los factores principales en el desarrollo de psicosis, depresión, y relacionándolo directamente con el incremento de las tentativas de suicidio. En ningún caso es una droga blanda: es tan destructiva como la cocaína. En ningún caso es inocua: destruye una de las poblaciones de neuronas más importante de nuestro cerebro, las interneuronas. Y en ningún caso es beneficiosa: provoca trastornos mentales y problemas cognitivos (memoria, atención, pensamiento, lenguaje) en igual o mayor medida que otras drogas.
Y, en cuarto lugar, tenemos el problema de los profesionales de salud mental. La Psiquiatría ha demostrado su tremendo fracaso en el estudio y tratamiento de los trastornos mentales:
ninguno de sus abordajes soporta una revisión de los datos en términos de eficacia y eficiencia. En otras palabras: los fármacos, lejos de ayudar, representan un problema añadido a la ansiedad, a la depresión, etc. En ningún caso curan, y en muchos lo que hacen es generar nuevos trastornos que antes no existían. Nuestr@s psiquiatras son, básicamente, prescriptores de ansiolíticos, antidepresivos, antipsicóticos, etc; su conocimiento de la psicopatología es prácticamente nulo, su formación al respecto inexistente, y su interés en mantener la industria farmacéutica, muy alto. Son ya muchas las voces autorizadas que están denunciando la situación; les invito a que lean a Allen Frances o a Peter Gotzsche si quieren profundizar en este tema. En el otro extremo nos encontramos a l@s psicólog@s, que han abandonado su formación científica para entregarse a métodos propios del chamanismo del siglo XXI; a modo de ejemplo, me llamaba la atención la semana pasada una oferta de empleo de una clínica dirigida por la responsable de uno de los másteres de psicología sanitaria de una universidad madrileña. En dicho anuncio, solicitaba expertos en EMDR e indicaba que, por favor, no se presentasen psicólog@s expertos en terapia cognitivo-conductual. Traducido al castellano, significa que en esa clínica rechazan a profesionales formados desde una perspectiva científica ya que su interés está en contratar chamanes, charlatanes que emplean una técnica pseudocientífica para engañar a sus pacientes. Sería divertido si fuese anecdótico, pero me temo que la realidad en la Psicología de nuestros días es dar con terapeutas que están formados en técnicas que contradicen los supuestos más básicos de la Ciencia. No podemos dejar a nuestr@s menores en manos de chamanes con un titulo oficial, porque entonces corremos el riesgo de que la probabilidad de suicidio aumente de forma dramática. Si alguna vez se encuentran en una situación así, acudan a un profesional formado en técnicas avaladas por la comunidad científica.
Por supuesto siempre hay excepciones; he conocido a maestr@s que emplean su tiempo en formarse en detección e intervención en acoso escolar, a psiquiatras que huyen de la medicación como única solución y emplean la terapia como una herramienta poderosa que evite el suicidio, y a psicólog@s con una formación extraordinaria en terapias científicas que ayudan (y mucho) a sus pacientes. Es a ell@s a los que debemos escuchar, a los que debemos acudir cuando nos encontramos con un problema tan grave como la sospecha de que un hij@ quiere quitarse la vida.
Solo así será posible bajar las cifras, abrumadoras, de jóvenes que han tratado de suicidarse en nuestro país.