«¡Mamá, me aburro!»

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Imagen genérica de una reunión familiar

¿Quién no ha pronunciado alguna vez esa frase del titular, a los diez o doce años de edad? Al menos en el Madrid castizo las madres solían responder con un: «Pues cómprate un mono». Al margen de lo probablemente incorrecta que hoy se pueda considerar la respuesta desde el punto de vista de la dignidad y la protección animal, lo que venía a expresar era la despreocupación de la madre por la angustia del hijo o de la hija. También podríamos interpretarla como «no es muy importante, búscate la vida».

En bastante medida, el grueso de la población española ha experimentado, durante el estado de alarma y, sobre todo, inmediatamente después del final del mismo, una regresión a la etapa preadolescente y ha comenzado a sufrir el vértigo del aburrimiento. Cierto es que algo más de dos meses de confinamiento justifican en bastante medida esa desazón por hacer cosas que mitiguen ese «aburrimiento». Pero también lo es que la pandemia que obligó a esos dos meses de estar metidos en casa es algo nuevo y del suficiente alcance como para justificar la situación.

Sin embargo, en cuanto se puso fin al estado de alarma, quien más y quien menos pareció no resistir la tentación de dos cosas: una, decirse a sí mismo o misma que todo había acabado (cuando no era cierto, y lo podemos ver claramente ahora); y dos, como consecuencia de esa falsa sensación de final de la pandemia, lanzarse a una compulsiva práctica de cosas que, la verdad sea dicha, hasta principios de año no habían sido más que las habituales en la población: fiestas, reuniones, comidas y cenas de amigos…

Pues bien, no era y no es cierto: la pandemia no ha pasado. Hay diferentes teorías acerca de la pérdida o no de virulencia del COVID-19, pero en cualquier caso sigue estando presente, sigue infectando gente con facilidad pasmosa y siguen muriendo personas a consecuencia de ello. Hay menos problemas (muchos menos, por el momento) en lo que se refiere a capacidad de la red de Sanidad pública para atender a los casos de infección, pero, de seguir los brotes al ritmo que se están dando, pronto va a llegar el momento en que vuelvan a verse escenarios dantescos como los vividos hace tan sólo unos meses. Y sobre todo, cuando hablamos de «atender» a personas infectadas, hablamos de una atención básicamente paliativa, porque curar, lo que es curar, nada hay en manos de la red de Sanidad que permita hacerlo. No hay vacuna disponible y nos atrevemos a aventurar que no la habrá, de manera asequible y universal, hasta quizás finales de 2021.

Las reacciones que están dándose ante esta evidencia van desde la preocupación creciente de una parte de la población, a la relativa o incluso descerebrada despreocupación de otra parte. Por poner ejemplos extremos, tenemos a la gente que se manifiesta negando la existencia del coronavirus y denunciándola como un simple instrumento de una conspiración del Gobierno destinada a tenernos hipercontrolados; y tenemos a quienes miran aviesamente al transeunte solitario que, allá a casi cien metros de distancia, pasea solo… con la mascarilla bajada hasta la barbilla.

Ciñéndonos a Rivas, deberíamos reflexionar sobre el hecho de que, mientras que durante lo más intenso de la pandemia los datos de nuevos casos confirmados en el municipio estaban muy por debajo de los registrados en otros, en las últimas semanas esos datos se manifiestan mucho peores. Hay que tomar las cifras con cierta precaución, porque la prácticamente nula existencia de rastreo correctamente realizado en la Comunidad de Madrid no permite conocer, ni siquiera con un nivel de aproximación estadística, cuánta gente asintomática hay que, sin embargo, puede transmitir el virus a su entorno. Las decenas de miles de pruebas PCR que el Ejecutivo regional ha anunciado no son más que «fotos» de la situación de una determinada persona en un determinado momento, pero que no dice nada acerca de lo que le va a ocurrir a esa persona tres horas después de hacerse la prueba, si, por ejemplo, acude a una boda con más de 200 invitados.

La respuesta del sector de gente más preocupada por esta realidad se manifiesta en cosas como la petición de una asociación vecinal, la Placirivas, realizada ayer mismo, de que se cancelen las actividades «festivo-culturales» previstas por el Ayuntamiento para este próximo mes de septiembre, en sustitución de las Fiestas que no pudo haber en mayo y que tampoco se iban a hacer en septiembre.

Esas actividades, según informaba este diario a mediados de julio, excluían cualquier posibilidad de aglomeración de gente. No habrá conciertos, casetas, ni nada por el estilo. No obstante, incluso las actividades previstas en sustitución de las Fiestas tradicionales, suscitan preocupación y se pide que sean canceladas.

No nos parece incomprensible la preocupación, pero lo cierto es que en algún momento esta sociedad, empezando por la local de Rivas, tendrá que plantearse la cuestión de la responsabilidad individual. Y tendrá que hacerlo colectivamente, pero, sobre todo, íntimamente, cada cual pensando solito o solita en su casa.

Cualquier Gobierno puede, dentro del ámbito de sus competencias, prohibir esto y aquello. Se pueden cancelar actividades programadas. Se puede tener al cien por cien de los efectivos policiales haciendo rondas de vigilancia por la calle las veinticuatro horas del día. Pero si no hay una íntima convicción de que no hay que realizar ciertas actividades, de que hay que realizar otras con una serie de medidas de precaución que no son aquellas a las que estábamos acostumbrados, el progreso del virus será imposible de detener… hasta que no haya una vacuna que una red de Sanidad pública pueda comprar o producir y administrar al conjunto de la población.

Algunos se empeñan en discutir las palabras y en quitarles contenido a términos como el de «nueva normalidad». Pero en realidad es un término muy explícito y conveniente. Porque lo que nos espera, probablemente en el curso del próximo año o año y medio, es un tipo de vida distinto al que conocíamos. No se trata de un corto paréntesis del cual estamos deseosos de salir porque estamos convencidos de que no va a ser más que eso: un corto paréntesis. Es que vamos a tener que reinterpretar las relaciones sociales y ser capaces de introducir en ellas elementos relacionados con la precaución y la seguridad. Y hacerlo cada cual por su cuenta.

Está bien pedir a la administración correspondiente que cancele, prohiba y vigile cada vez más cosas, pero hay que saber que algunas de las exigencias no podrán ser cumplidas por falta de medios y que otras no serán suficientemente eficaces porque siempre habrá alguna persona que, por simple despreocupación o por una temeraria conducta antisocial, estén dispuestas a romper las reglas de la seguridad.

Cuando las madres (o padres) de hace un tiempo respondían con ese «pues cómprate un mono» a sus hijos o hijas que se quejaban de estar aburridas, en ningún caso les estaban dando permiso para incendiar la casa, si eso era lo que el niño o niña entendía que le iba a sacar del aburrimiento. No incendiemos, entonces, la casa común, aunque la falta de un policía vigilándonos en el momento preciso nos dé la oportunidad para hacerlo.