En los últimos meses, me atrevería a decir que a raíz de la pandemia, son muchas las personas que han comenzado a preocuparse seriamente por su salud mental. La experiencia de una vivencia tan traumática provocada por el virus SARS-CoV-2, el confinamiento, los cambios drásticos y repentinos en nuestra situación laboral y personal, la aparición de la incertidumbre y el haber comprendido que la muerte es un acompañante eterno, nos ha empujado a modificar nuestras prioridades, nuestros propios valores y, por ende, nuestras conductas. Así se desprende de los estudios realizados en relación al abandono del trabajo en los Estados Unidos (alrededor de 9.3 millones de vacantes en abril) y a la creación de nuevas empresas como forma de desarrollo profesional (hasta mayo, en los Estados Unidos, se habían presentado más de 2.5 millones de solicitudes).
Este dato, sin duda, se relaciona con la aparición en la escena público-privada de la salud mental como termómetro de bienestar; ya no queremos sentirnos mal en el trabajo, sentirnos explotados, o sentir que estamos tirando nuestra vida por la borda en vez de adoptar decisiones que realmente nos proporcionen nuevas satisfacciones. El virus nos ha mostrado vulnerables, nos ha recordado (en algunos casos enseñado) que la incertidumbre es la protagonista de cualquier vida y que debemos repensar nuestra existencia. Es probable, muy probable, que estos sentimientos duren poco, pero mientras estén presentes, bienvenidos sean.
Pero hay algo que parece que ha llegado para quedarse mucho tiempo. Me refiero a los
problemas psicológicos (en algunos casos trastornos) que ha destapado esta pandemia. Todos ellos derivados de las formas en las que hemos gestionado las múltiples y profundas emociones a las que nos hemos visto enfrentados como consecuencia de las vivencias de estos últimos 18 meses. Es importante señalar que no todo el mundo puede desarrollar un trastorno mental severo (como una esquizofrenia, una depresión mayor o un trastorno bipolar, por poner unos ejemplos) ya que, para ello, es necesario tener una predisposición genética y epigenética que “facilite” la aparición de estos cuadros clínicos.
Pero no es menos cierto que todas las personas sí que pueden llegar a desarrollar problemas de ansiedad, angustia, e incluso depresión como consecuencia de la exposición a eventos traumáticos. Y eso es lo que parece que ha ocurrido a lo largo de este último año: las consultas por episodios de ansiedad o depresión en adultos se han incrementado notablemente al igual que las consultas de niños y adolescentes en relación a esos mismos cuadros, a conductas disruptivas (en otras palabras, “portarse muy mal”) e incluso adicciones. El ejemplo dado por algunas personas públicas, principalmente deportistas, ha
generado un debate que, lejos de morir a los pocos días sepultado por la ingente cantidad de noticias nuevas, se ha erigido como uno de los factores a tener en cuenta a la hora incluso de medir los logros de cada un@ de ell@s.
Las causas, en principio, son fácilmente reconocibles: entre otras, podemos destacar la falta de conocimiento a la hora de gestionar nuestras propias emociones, nuestro escaso bagaje para afrontar con éxito problemas complejos o la práctica ausencia de programas de salud mental para niños que, con el tiempo, se conviertan en un poderosa herramienta que nos permita disponer de un arsenal psicológico para tiempos convulsos.
Pero el foco de este articulo lo quiero localizar en otro punto; son muchos los profesionales dispuestos a resolver nuestros problemas, ya sea desde la Psiquiatría, la Psicología o disciplinas afines. Lo grave, a mi parecer, es que las opciones terapéuticas son preocupantes, todo ello como consecuencia de la polarización sufrida por las disciplinas antes mencionadas. Nos podemos encontrar con que, ante un problema de ansiedad, angustia, depresión, etc, la única solución que se nos ofrezca sea la de tomar un fármaco, como si eso fuese a eliminar las causas que generaron dicha situación. La farmacología, en salud mental, ayuda (y mucho), pero no resuelve.
Y si nos vamos al otro extremo, al de la psicoterapia para tratar las causas de nuestros males, nos encontramos con que la gran mayoría de terapeutas emplean técnicas pseudocientíficas, como el EMDR, la PNL, Biomúsica, Sincronización de Hemisferios Cerebrales, y un largo etcétera de nombres exóticos que, tras un breve análisis, se quedan simplemente en eso, nombres exóticos para técnicas que carecen de todo aval científico. A esto último le podemos añadir la presencia de un nuevo fenómeno que se ha convertido en moda: personas que han pasado por un proceso de, por ejemplo, adicciones, que se ofrecen como terapeutas para conseguir la curación de aquellos que se encuentran inmersos en un problema tan grave y complejo. Esto es, cuando menos, curioso, ya que a nadie se le ocurría dejarse operar el corazón por una persona que, sin ningún conocimiento de Medicina, hubiese pasado él mismo por un trasplante y creyese que ya puede dedicar su vida a operar a otros con el mismo problema. Y no lo consentiríamos porque la salud, la que no es mental, nos la tomamos muy en serio. La otra, la mental, estamos todavía en vías de entender que es igual (o más) importante que la anterior.
En medio de esta polarización existe un grupo de profesionales rigurosos, serios y con
conocimientos avalados por la comunidad científica para ayudarnos a solucionar los problemas a los que nos estamos enfrentando. Decía Descartes (y otros muchos filósofos), que en el termino medio se sitúa la razón, y en este caso no podría estar más de acuerdo.
Cuídense de aquellos que tratan de solucionar todo con una pastilla, de aquellos que creen que las técnicas no científicas son la mejor solución terapéutica (los nuevos chamanes), o de aquellos que están convencidos de que pasar por una proceso terapéutico les capacita para ayudar a los demás.
Todos estos grupos no se toman en serio su salud mental. Y no lo hacen porque usted, para ellos, es un negocio.