Septiembre se entiende, generalmente, como el mes de vuelta de unas merecidas vacaciones y del temido síndrome postvacacional, que se caracteriza por la presencia de alteraciones físicas y psicológicas que se pueden traducir en ansiedad, apatía (pérdida o disminución de la motivación), cansancio, insomnio, bajo estado anímico, dolor de cabeza, problemas gastrointestinales y falta o exceso de apetito.
¿Cuál es el origen de este síndrome? Es importante señalar que, a pesar de que los expertos en salud mental tenemos la tendencia a patologizar todo lo que observamos, en ningún caso estamos hablando de un trastorno; de hecho, se considera que el 20% de las personas que lo sufren dejan de mostrar síntomas a los dos días y el 35% a las dos semanas. Siendo realistas, hemos pasado resfriados peores.
Si queremos entender por qué nos sentimos mal cuando tenemos que volver a nuestros trabajos, tenemos primero que entender por qué nos sentimos mal cuando estamos de vacaciones, o por qué nos divorciamos más en los meses de verano (alrededor de un 28% de los divorcios se producen durante nuestras vacaciones).
Tendríamos que responder a la pregunta de por qué si estoy en la playa, lejos de mi jefe y de alguno de mis compañeros, sin horarios, con todo el tiempo del mundo para mí, con la libertad de hacer lo que quiera, me siento mal, por qué aparece esa maldita ansiedad o por qué me sigo sintiendo desdichado. Las responsables de todo ello son nuestras rutinas.
Las rutinas resultan fundamentales en los seres humanos; nos ayudan a estructurar nuestro tiempo, a liberar energía para así poder dedicarla a otros pensamientos más mundanos, fomenta la sensación de certeza, de creer saber qué es lo que va a ocurrir, de tener nuestra vida controlada. Además, no suele dejar espacio para que la imaginación aflore, de manera que las expectativas quedan limitadas. Así, cuando llevamos varios meses trabajando, soportando al inepto de nuestro jefe (todos pensamos que nuestros jefes son ineptos, incluso me atrevería a decir que nuestros jefes piensan a su vez que sus jefes son ineptos, y así en un bucle infinito), a algún compañero insoportable (todos tenemos, al menos, un par de ellos), los horarios insufribles de las actividades extraescolares de nuestras hijas e hijos, y los madrugones para evitar el atasco de turno, comenzamos a fantasear sobre lo maravillosas que van a ser nuestras vacaciones; nos prometemos a nosotr@s mism@s que este año vamos a conocer ese lugar que siempre quisimos visitar, que vamos a dedicar tiempo a descansar, a cuidarnos, a desconectar junto a la familia y amigos. Que vamos a recargar pilas, para así volver con más ganas y afrontar el nuevo curso más o menos feliz al menos hasta que las vacaciones lleguen de nuevo.
Sin embargo fracasamos estrepitosamente en nuestros objetivos: acaban las vacaciones y uno suele sentirse más cansado, con la sensación de no haber desconectado, de haber dedicado mucho tiempo a los demás y poco a uno mismo. Constatas que has sido incapaz de leer ese libro que habías reservado para leerlo en la playa, y comienzas a pensar que el país que has visitado y que te ha supuesto un gran desembolso económico es, en realidad, más marketing que otra cosa. La respuesta a esta situación es que, generar rutinas que nos hagan sentir bien, lleva su tiempo. Romper con lo que nos estructura para iniciar una nueva actividad conlleva, necesariamente, generar ritmos que nos permitan disfrutar de las cosas. De este modo, resulta que pasar más tiempo con tus hij@s puede suponer que la ansiedad aparezca de pronto, sin previo aviso, simplemente por el hecho de que sueles pasar mucho más tiempo con tu compañero de trabajo, ese al que no soportas pero que al menos tienes controlado. O, de repente, te encuentras con que estás las veinticuatro horas del día junto a tu pareja, sin poder reconocer que, quizá, para unas pocas horas al día está bien, pero más puede resultar muy estresante. De ahí que, al jubilarnos, se incremente de nuevo el número de divorcios: verte a partir de las seis de la tarde puede estar bien, pero más es arriesgado.
¿Qué podemos hacer para evitar estas situaciones? En primer lugar, es fundamental no juzgarse (¿Por qué me siento así? ¿No debería estar feliz? ¿Qué me falta para sentirme bien?, etc), entender que los procesos de ruptura de las rutinas y la generación de otras nuevas son relativamente lentos, ponernos horarios incluso en nuestras vacaciones (sin llegar a abusar de ello), entender que la persona de enfrente (pareja, hij@s) también están pasando por el mismo proceso, aprovechar una parte de esas nuevas rutinas a conocerse mejor el uno al otro, organizar nuevos objetivos (realistas) para el nuevo curso y, por último, ser consciente de que la vuelta al trabajo supone, irónicamente, romper con las rutinas de las vacaciones y comenzar con las del trabajo, las actividades extraescolares y los atascos.
Y, sobre todo, no debemos patologizar este fenómeno; es normal sentirse mal, cuestionarse las cosas, pensar que se está haciendo algo de forma errónea por no sentirse feliz. Es parte de nuestra naturaleza, y comprenderlo ayuda a que todo vuelva a la normalidad, a la nuestra, a la de cada un@ de nosotr@s.
Feliz vuelta de vacaciones.