El jueves, justo antes de comenzar con mis clases en la facultad de Psicología, leí la noticia  de la dimisión de Liz Truss como primera ministra del Reino Unido. Me acerqué al texto con la sana intención de ver cuáles habían sido los motivos que le habían llevado a tomar esa
decisión, pero según avanzaba con el contenido, me di cuenta de que los análisis que allí se
estaban realizando poco tenían que ver con una visión objetiva de la realidad. Tengo que
reconocer que tuve que detenerme unos minutos antes de comenzar la clase, ya que no podía dejar de pensar en todo lo que había leído en los diferentes medios de comunicación.

Las crónicas redactadas, con independencia de la tendencia política del medio (progresista  o conservador), tildaban a Liz Truss de una persona incompetente, vacía de contenido, incapaz de comunicar de forma eficaz, fracasada, mediocre, y otros calificativos que, lejos de aclarar lo que ha ocurrido en el Reino Unido, me lleva a pensar que responde a una reacción de nuevo, injusta, por parte de una sociedad construida por y para los hombres.

Y digo hombres porque tengo la terrible sensación de que las criticas que recibe Liz Truss las está recibiendo por el mero hecho de ser mujer y de haber tenido poder durante algo más de un mes. No recuerdo haber visto a la primera ministra bebiendo alcohol en fiestas prohibidas durante la pandemia, o mentir descaradamente a toda una población para que abandonase el proyecto europeo, o haber nombrado como altos cargos a personas acusadas de abusos sexuales o incluso por haberse reunido con oligarcas rusos que habían pasado su juventud como agentes del KGB. No recuerdo haber visto a Liz Truss involucrada en ninguno de estos escándalos pero, sin embargo, el juicio sobre su mandato nos hace pensar que ha hecho algo más grave que todo esto (que, por cierto, es lo que hizo Boris Johnson).

Lo único de lo que Liz Truss es responsable es de presentar un plan económico que, de acuerdo con los mercados (los mismos que nos han llevado a varias crisis económicas de difícil solución), era completamente inviable. Lejos de defender su propuesta económica (que, sinceramente, desconozco aunque me temo que no podría apoyarla en ninguno de sus puntos), me gustaría centrar el foco de atención en la forma en la que nuestro cerebro percibe los éxitos y los fracasos de una persona en función de si es un hombre o una mujer.

Si el hombre fracasa, siempre parece tener una segunda, tercera o cuarta oportunidad: ahí
están los casos del propio Boris Johnson (que se está planteando volver a ocupar el 10 de
Downing Street), Trump (que, después de patrocinar un intento de golpe de estado se quiere presentar a las elecciones) o, ya en política doméstica, Rajoy, que necesitó 8 años para llegar al poder (y lo abandonó mientras comía tranquilamente en un restaurante). En cambio, si una mujer fracasa, se convierte inmediatamente en un objeto inútil; todo el mundo está de acuerdo en que no puede volver a intentar tener éxito y que debe  abandonar ese objetivo. No quiero ni imaginarme la presión a la que están sometidas cuando deciden dar el paso de liderar un proyecto.

Si nos centramos en los éxitos, si es el hombre el que los obtiene, diremos que era muy
inteligente, que estaba muy preparado o, simplemente, destacaremos su astucia. Si, por el
contrario, es la mujer la que triunfa, tenderemos a señalar que su comportamiento es,
claramente, masculino, o que hay algún asesor (hombre) brillante que le aconseja qué debe y qué no debe hacer o decir.

Este tipo de percepciones están claramente influenciadas por aspectos culturales; es
importante señalar que no percibimos el mundo tal y como es, de forma objetiva, sino que nuestro cerebro construye todo lo que vemos, lo que oímos, lo que sentimos, en resumen, todo lo que pensamos. Y esos pensamientos se elaboran de acuerdo con nuestras creencias, nuestros valores y nuestras experiencias. Y, si analizamos así lo que le ha ocurrido a Liz Truss, nos daremos cuenta de que la igualdad real entre hombres y mujeres está todavía, desgraciadamente, a años luz de conseguirse, y que nuestras compañeras, nuestras madres, nuestras hermanas, primas, nuestras sobrinas y nuestras hijas viven y, me temo, vivirán, en una sociedad tremendamente cruel para con sus posibilidad de desarrollarse como profesionales.

Nos toca a nosotros, a los hombres, ser muy conscientes de ello para dejar de parecer -ser- tan estúpidos y comprender que un mundo justo y libre solo se puede construir en condiciones de igualdad junto a ellas.