El domingo pasado fui testigo de un hecho que me resultó preocupante. Acompañé a mi sobrino a un punto de Rivas donde se intercambian cromos de fútbol. Tengo que reconocer que, cuando me lo propuso, me hizo ilusión, porque me hizo recordar aquellas mañanas y tardes en las que, con tu taco de cromos te reunías con tus amig@s y con personas desconocidas con el objetivo de conseguir el último fichaje que te faltaba para completar una de las muchas páginas que conformaban el álbum. Ese día era muy probable que
volvieses a casa habiendo perdido muchos cromos en uno de los juegos en los que tenías que lanzar los cromos desde una pared y tratar de que cayesen sobre otros, obteniendo así un botín de poco valor real (ya que los cromos que utilizábamos en esos juegos estaban “repes”) pero de mucho valor sentimental: ganar siempre sienta bien.

También era muy posible que algún desconocido (a veces incluso un amigo), te engañase y te convenciese para cambiar un cromo muy valioso por otro que no valía nada. Todo esto provocaba que volvieses triste, enfadado, escuchando a tus amigos reírse de ti. Te sentías mal, tratabas de aprender, y te prometías que nunca más te iba a pasar.

Iba con mi sobrino camino del punto de encuentro para cambiar los cientos de cromos que tiene cuando, al llegar, mi sorpresa fue mayúscula: no había ningún niñ@ cambiando  cromos. Eran sus padres y sus madres quienes lo hacían. Me encontré con muchos, muchísimos progenitores negociando entre ellos por el último fichaje del Real Madrid. No parecía espontáneo, más bien todo lo contrario, estando los papeles bien definidos: los padres negocian con los cromos de sus hij@s y las madres van tachando en una lista los cromos conseguidos. Incluso se llegaba a celebrar entre ellos el haber obtenido un
determinado cromo, lo cual hacía la escena más ridícula si cabe.

El problema era que l@s niñ@s estaban completamente ausentes de todo lo que estaba allí ocurriendo. No interactuaban entre ell@s, y se limitaban a jugar sol@s. Esto no es algo anecdótico: en las últimas décadas, hemos sido testigos de la sobreprotección y el control excesivo de los padres/madres sobre la vida de sus hij@s, lo cual es un fenómeno  creciente. Lo que comenzó como una preocupación comprensible por el bienestar infantil ha ido derivando en un problema más profundo y sutil: los padres y madres hemos dejado de permitir que nuestros hij@s sean niñ@s. Al protegerlos de cualquier forma de sufrimiento, error o fracaso, estamos interrumpiendo su desarrollo natural y su capacidad para enfrentar la vida adulta con herramientas sólidas. En nuestro afán por evitarles experiencias dolorosas, estamos suplantando la función esencial del niñ@: descubrir el mundo, aprender a través del error, y desarrollar resiliencia emocional y social.

Es importante señalar que, el proceso natural de crecimiento, implica una serie de etapas críticas en las que el/la niñ@ explora el mundo a través de su propia experiencia. Durante la infancia, aprenden a enfrentarse a las emociones difíciles, como el fracaso, la frustración o la soledad. Estas experiencias son esenciales para el desarrollo emocional y psicológico, ya que les enseñan a gestionar el estrés, a perseverar ante la adversidad y a desarrollar una autoestima basada en sus propias capacidades. Sin embargo, en la actualidad, muchos padres/madres intervienen en cada momento de la vida de sus hij@s, evitando que enfrenten desafíos por su cuenta. Este tipo de crianza, a menudo motivada por el miedo a que el niñ@ sufra, interfiere con el proceso de crecimiento personal. Es fundamental entender que necesitan equivocarse, sentirse aislados en ocasiones y superar obstáculos para aprender a lidiar con las complejidades de la vida.

En lugar de permitir que se equivoquen y aprendan, muchos padres/madres asumen un rol de «salvadores» constantes, anticipando y solucionando problemas antes de que el niñ@ tenga la oportunidad de enfrentarlos. Esto se manifiesta en la tendencia a organizar cada aspecto de la vida de los hijos: desde la elección de actividades extracurriculares hasta la resolución de conflictos con otr@s menores, pasando por evitar que sientan frustración ante las dificultades académicas o sociales. Así, podemos ver a muchos padres/madres saliendo a montar en bicicleta con sus hijo@s en vez de dejar que jueguen con otros iguales. O padres de cuarenta y muchos metidos en un parque infantil y subidos a un balancín. O cualquier otro ejemplo del que seguro habéis sido testigos en muchos momentos.

Este tipo de comportamiento refleja la dificultad de las personas adultas para aceptar que el sufrimiento y el fracaso son componentes necesarios del desarrollo humano. Sin estas experiencias, l@ niñ@s no pueden desarrollar herramientas emocionales para afrontar el futuro, lo que genera personas adultas inseguras, incapaces de gestionar la frustración o de aceptar el fracaso como parte de la vida, lo que hace que el coste de esta sobreprotección sea extremadamente alto. Estudios recientes muestran que l@s niñ@s criados en ambientes extremadamente controlados y protegidos son más propensos a desarrollar problemas de ansiedad, depresión y baja autoestima. Además, no han aprendido a tomar decisiones por sí mismos ni a resolver conflictos, lo que los hace emocionalmente dependientes de los demás y menos capaces de afrontar los retos de la vida adulta. Esta falta de exposición al fracaso y a las emociones difíciles les priva de la oportunidad de aprender lecciones valiosas sobre la perseverancia y el autocontrol. De hecho, necesitan pasar por el proceso de «probar y equivocarse» para aprender cómo manejar sus emociones y resolver problemas de manera autónoma.

Permitir que l@s niñ@s sean niñ@s no significa desentendernos de ell@s o no prestarles apoyo. Nuestro papel como padres/madres debería centrarse en acompañarlos y guiarlos, pero sin intervenir en exceso. Debemos ofrecerles un espacio seguro donde puedan  cometer errores, fracasar y levantarse por sí mismos. Solo así podrán desarrollar la resiliencia y la fortaleza necesarias para ser adult@s plenos y emocionalmente saludables. La clave, como en casi todo en esta vida, está en encontrar un equilibrio. Se trata de estar presentes sin asfixiar, de guiar sin suplantar, de permitir que nuestros hij@s enfrenten la
realidad con nuestras herramientas, pero también con las suyas propias.

La crianza sobreprotectora puede ser un acto de amor mal dirigido. Debemos recordar que, al permitirles descubrir el mundo a su propio ritmo, estamos dando a nuestros hij@s el mejor regalo posible: la capacidad de ser ell@s mism@s, con todo lo que eso conlleva.