Desde el pasado 24 de febrero, cuando las tropas rusas decidieron por orden de su presidente, invadir un país soberano y democrático, han sido muchas las muestras de solidaridad expresadas por toda la ciudadanía occidental, especialmente la europea. Sería interesante analizar el claro perfil de psicópata que caracteriza a Vladimir Putin, pero eso lo haremos, posiblemente, en otro artículo.
Hoy quiero centrarme en analizar la conducta altruista que nos ha invadido en las últimas semanas. Para ello debemos comprender lo que significa la empatía y el altruismo. Por empatía, encontramos en la Real Academia Española la definición de “Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. Por altruismo, sin embargo, la RAE nos dice que es la “Diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio”; en otras palabras, ayudar a alguien sin esperar nada a cambio.
Veremos, a lo largo del artículo, que esta última definición no es muy precisa y no se corresponde en su totalidad con la realidad. Pero comencemos con la empatía.
¿Por qué nos hemos movilizado de forma espectacular ante una catástrofe como la invasión de Ucrania y apenas nos movimos para ayudar en todo lo posible en otros conflictos como, por ejemplo, el sirio? La respuesta, dada por la Psicología, es que los ucranianos se parecen mucho más a nosotros que los sirios, y esa identificación con el otro nos obliga, de alguna forma, a movilizarnos. Si les pasa a ellos, que son como nosotros, ¿quién nos asegura que no pueda pasar mañana aquí? No estoy afirmando que las imágenes de los niños muriendo en Siria no nos afectasen; lo que aseguro es que el grado de afectación es muchísimo menor que si vemos a un bebé ucraniano herido de gravedad en brazos de su padre buscando ayuda desesperadamente. Este hecho, aparentemente cruel, es un mecanismo de supervivencia del propio cerebro y que permite (y ha permitido) que los grupos, anteriormente organizados en tribus, pudieran sobrevivir a los ataques de otros grupos con rasgos diferentes.
En realidad, es algo que hacemos sin darnos cuenta todos los días; nos juntamos con los que piensan igual, con los que se comportan más o menos como nosotros, que visten como nosotros (un buen ejemplo son los adolescentes), y que comparten intereses similares. Es resumen, nos juntamos con aquellos con los que nos identificamos.
El segundo término, altruismo, es, si cabe, más controvertido. ¿En realidad ayudamos sin esperar nada a cambio? La concepción materialista que caracteriza a nuestra sociedad así lo afirma: uno ayuda a otra persona y no le pagan por ello, de manera que hace esa labor de forma voluntaria. Eliminemos ahora de la ecuación el pago con dinero y pensemos si lo que obtiene la persona que ayuda no es, en realidad, un pago de otro tipo. Son muchos los autores que, de nuevo desde la Psicología, han tratado de dar respuesta a este fenómeno; algunos de ellos acabaron asociando el altruismo con el egoísmo, es decir, ayudamos porque nos sentimos bien haciéndolo, más que por el mero hecho de que se sienta mejor la otra persona. Seguramente alguna vez lo hayan experimentado en sus propias carnes cuando ayudan a otra persona desinteresadamente y, el ayudado, sigue pidiendo ayuda para resolver otros temas; el voluntario, el altruista, acaba cansándose y sintiendo que se están aprovechando de él cuando, en realidad, lo que está pasando es que ya no nos compensa seguir ayudando; para que nos entendamos, ya nos hemos satisfecho con la ayuda que hemos dado.
No se sientan mal; sin la empatía y sin la conducta altruista, no habríamos sido capaces de sobrevivir a un entorno hostil con los más vulnerables. Ser empático, ser altruista, nos aleja de esa conducta psicópata y genocida del actual mandatario ruso.
Y eso, siempre, es un motivo de celebración.