Se han perdido los buenos valores del insulto.
Desde hace años vengo observando que la comunicación despectiva está falta de
originalidad y pasión. Al enfrentarnos con un altercado, disconformidad o encontronazo al volante, recurrimos al menosprecio tradicional. Escupimos la afrenta como forma de gestionar el odio, pero ¿verdaderamente le hemos ofendido? Para nada. Por más que
vilipendiemos a su figura o estirpe, seguirá durmiendo plácidamente sin recordar que entró en la glorieta sin mirar y nos obligó a dar un frenazo.
¿Quiénes son los responsables del declive de las palabras malsonantes? La respuesta es clara: nosotros. Somos los únicos culpables de que la palabrota haya perdido su valor en la sociedad. Llamamos a nuestros amigos con un improperio, saludamos a nuestro primo con un taco o lanzamos una injuria ante cualquier situación cotidiana. Hemos destronado el poder de la palabrota a una mera trivialidad sistémica.
Estamos viviendo la época más rica a nivel cultural, con años de enriquecimiento lingüístico que hacen de nuestro vocabulario el más completo y original en términos denuestos. Pero, para poder hacer un buen uso de ello, debemos ser rápidos a la hora de mandar el mensaje; tardar más de tres segundos en despotricar enfriaría la situación y el receptor perdería el interés. Hemos creado multitud de términos hostiles que añadiendo un adjetivo magnificaríamos su significado. Cuando queremos hacer daño en el ego, debemos atravesar las corazas de inmunidad con un golpe certero y puntero en el ámbito de la ofensa. Si logramos lanzar la puñalada verbal con acierto, el insultado, acostumbrado a recibir barbaridades diariamente, debería recibir la estocada que le marque para el resto del día, provocándole un severo bruxismo y una herida permanente en el alma.
Vivimos en un mundo rodeado de envidia, encolerizamos cuando algo descuadra nuestra rutina, nos convertimos en demonios sedientos de sangre al comprobar que llegamos tarde al trabajo. Son tantas las situaciones de estrés a las que nos enfrentamos, que desconocemos lo que es vivir sin decir una grosería. Después de años recibiendo golpes léxicos a mi estima, empleando términos ofensivos innovadores y fomentando los vulgarismos, he comprendido que insultar provoca cicatrices imborrables sin ningún tipo de aporte o beneficio.
En vez de rumiar durante horas las blasfemias, forzar la neurona a planificar un buen exabrupto o calzarnos las botas de la ira al salir por la puerta de casa, podríamos invertir
nuestro tiempo en algo menos doloso, que suponga un nimio esfuerzo y que deje de
alimentar a las bestias internas. Hay un grupo de palabras tan sencillas que toda persona
podría usarlas en cualquier momento, y que su carga es tan fuerte que activa
involuntariamente doce músculos en el rostro del oyente. Aprovecho para poner en
conocimiento esas poderosas palabras para que sean usadas con sabiduría: gracias, te
quiero y estoy orgulloso.