De acuerdo con los datos reportados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) para el año 2018, nuestros menores son relativamente felices hasta cumplir los 10 años. A partir de esa edad, los datos sobre las causas de fallecimiento de los más pequeños de nuestra sociedad son, como poco, escalofriantes. Para profundizar en este aspecto, tendremos que hacer un ejercicio complicado, muy complicado.

Tan difícil, que lo hemos convertido en un tabú que, a día de hoy, nos sigue dominando. Me estoy refiriendo a hablar sobre aquellos que deciden dejarnos, por una razón u otra, quitándose la vida.

Me estoy refiriendo al suicidio.

Entiendo que es un tema, como poco, incómodo, y además lo es para todos los estamentos de nuestra sociedad: para nuestros políticos, porque no son capaces de ofrecer una  solución a un problema extraordinariamente grave y, por tanto, prefieren no hablar del asunto para que así parezca que no existe. Para los sanitarios (los psicólog@s y  psiquiatras), porque no pueden aceptar que un paciente, su paciente, bajo su tratamiento, haya decidido matarse. Para los medios, porque existe una especie de pacto para evitar lo que otros, los que he nombrado anteriormente, denominan “el efecto llamada”. Y para el resto de personas, porque hablar de que un@ de nosotr@s se ha suicidado es tremendamente perturbador, ya que nos recuerda que es imposible estar felices 24/7/365.

¿Estamos ya lo suficientemente incómodos? Pues entonces vamos a ello.

En primer lugar, déjenme que le resuma lo que pueden encontrar sin problema en la web del INE: de 5 a 9 años nuestros menores son, aparentemente, felices. El problema comienza a los 10 años, en concreto entre los 10 y los 14, cuando el número de suicidios (7) es el mismo que el número de muertes por accidente de tráfico, sólo superadas por el número de fallecimientos provocados por tumores malignos (53). Entre los 15 y los 19, en plena adolescencia, las cifras se equiparan: se reportan 73 muertes por tumores malignos, 75 por tráfico y 70 por suicidios. Entre los 20 y los 24, cuando ya están acabando sus estudios universitarios o se han incorporado al precario mercado laboral, tenemos que fallecen 95 personas por tumores malignos, 134 por accidentes de tráfico (lógico, comienzan a conducir) y 90 por suicidios. Finalmente, entre los 25 y los 30, tenemos 146 muertes por tumores malignos, 127 por accidentes de tráfico y 108 por suicidio.

Estos son los resultados en bruto. Vamos ahora a interpretarlos.

Los suicidios representan la segunda causa externa de mortalidad (así se denomina en el INE) solo por detrás de los accidentes de tráfico, y se sitúan muy cerca de los tumores malignos en todas las etapas salvo en la comprendida entre los 10 y los 14 años.

Las causas pueden ser muchas: quizá el hecho de que el turismo represente un porcentaje
importante de nuestro Producto Interior Bruto (PIB) (aproximadamente el 12%) pueda ser una de ellas. Es razonable pensar que nadie consideraría a España un país feliz, un país donde sí que sabemos disfrutar de la vida si sabe que el número de menores que se suicidan es el mismo que las muertes provocadas por tumores malignos o accidentes de tráfico. Otra razón podría ser que si analizamos las causas y comprobamos que muchos de esos menores han sufrido un acoso atroz y criminal por parte de sus iguales, tengamos que admitir, de una vez por todas, que los problemas en nuestro sistema educativo no son que en un sitio se hable más o menos catalán, o que el euskera sea la lengua principal en las ikastolas, sino que tenemos profesor@s incapaces de detectar el acoso porque nadie les ha formado para ello, o que tenemos programas para luchar contra el acoso que no valen para absolutamente nada, o incluso familias que niegan la evidencia de tener un@ hij@ acosador porque su principal preocupación es destacar (ellos, no sus hijos) sobre el resto (de padres). O quizá sea porque tenemos profesionales de la salud mental, demasiados, que ofrecen tratamientos pseudocientíficos (como el EMDR, el Brainspotting, la PNL, y un largo etc) que no ayudan en absoluto a nuestros menores cuando acuden desesperados en busca de ayuda, pero que les permite pagar cómodamente su hipoteca. O a nosotr@s mismos, que con nuestro comportamiento potenciamos una sociedad basada en la competición, en la lucha, en el maltrato, en el egoísmo, etc, y que sirve de ejemplo para nuestr@s más pequeñ@s. Por eso funcionan las redes sociales, o por eso los programas más vistos son aquellos en los que los participantes se humillan unos a otros (por ejemplo engañándose entre las parejas y visionando el vídeo de la prueba), o aquellos en los que los famosos de turno se insultan hasta limites insospechados, o los otros en los que hablar de deporte se convierte en una batalla campal donde todo vale con tal de subir la audiencia.

Nada de eso va a solucionar el problema. Nada de eso va a llenar el vacío que debe de  sentir un niño o una niña en esos momentos en los que decide que, desapareciendo, se solucionan todos sus problemas. Un niño, una niña, no debería nunca de sentirse desgraciado. Y si lo siente, es responsabilidad única de los adultos, de tod@s nosotr@s. Es hora de hablar del suicidio, en todas la etapas de nuestra vida, desde la primera a la última, por mucho que nos incomode, por mucho que nos saque de nuestras tristes pseudorealidades de Facebook, TikTok y telebasura. Es primordial, fundamental, en una sociedad como la nuestra, llevar las cifras citadas anteriormente a cero. Un buen comienzo sería desarrollar planes municipales que nos permitan estudiar el fenómeno del suicidio para así analizarlo, comprenderlo y abordarlo con el único objetivo de evitar una sola muerte más.