Este amanecer he vuelto a leer que «Fumar mata» antes de dar un sorbo al primer café. Lo hace lenta y silenciosamente como el azúcar, las harinas refinadas, la sal, el alcohol o la boina de Madrid. Después del último bostezo, he abierto la libreta para dejarme un mensaje: «Abrir la boca mata». Rivas se despereza pronto y las calles, ahora desiertas, en breve volverán a ser atravesadas por coches llenos de prisa.
William Burroughs y Joan Vollmer se conocieron en Nueva York cuando se libraba en Europa la II Guerra Mundial. El marido de Joan había sido llamado a filas y ella, a causa de las estrecheces económicas del momento, compartía piso con su amiga Edie en el Upper West Side. En poco tiempo, aquel apartamento se convirtió en centro de reunión de otros jóvenes como William Burroughs, Allen Ginsberg o Jack Kerouac, interesados por las artes
y las drogas. Dicen de Joan que era muy inteligente, gran conversadora y una polemista brillante.
Lo que me despertó fue el llanto del compañero perro. Bajé aprisa para abrirle la puerta del jardín. Ignora que autodestruirá su estómago si sigue dándose esos atracones. Tras llenar la botella de agua, he salido al fresco de madrugada para disolver, aún más, el líquido que recién ha evacuado. Tales adversidades me han provocado el desvelo.
La atracción entre William y Joan era recíproca. Mientras él experimentaba con la morfina, ella se enganchaba a la benzedrina intravenosa. Su afición condujo a Burroughs al tráfico de sustancias ilegales. En su vagar hacia el sur, cercados por las brigadas de narcóticos de varias ciudades, William Burroughs fue finalmente detenido por posesión de heroína y marihuana en Nueva Orleans.
En el tránsito hacia la cocina, mis ojos se detienen en el perchero. Junto a la puerta cuelga una bolsa blanca de algodón, nueva. Una de esas tote bags con una frase ocurrente impresa. Sigo pensando qué meter en esa bolsa que dice «Pensar mata».
El proceso judicial que se avecinaba obligó a la pareja beat a traspasar la frontera, pero no a rehabilitarse. Establecidos en México, las dependencias no cesaron. El dinero que enviaba la familia de Burroughs les permitía mantener su estilo de vida en el filo. Anteponiendo su afán aventurero, William se enamoró de un joven y decidió seguirle en su viaje por
Guatemala. Joan cada vez consumía más alcohol y más benzedrina, exponiéndose a la posibilidad de un nuevo ataque psicótico.
El lunes 3 de septiembre de 1951, William Burroughs regresó. Ese mismo jueves celebraron una fiesta con sus amigos norteamericanos en que la ginebra hizo estragos. El desenfreno se detuvo cuando Joan Vollmer cayó al suelo. En su frente, un balazo disparado por una Star 380, fabricada en Eibar. Cuando William vio el charco de sangre, debió sentir el peso de la pistola en su mano. Segundos antes, había colocado un vaso sobre la cabeza de Joan
para jugar a probar su puntería imitando a su tocayo Guillermo Tell.
Inmediatamente después me he sentado a pensar un cigarro delante del teclado, aunque finalmente he hecho rodar la silla de oficina hasta casi chocar con la estantería. Rebusco la edición de bolsillo de El almuerzo desnudo. Burroughs, mucho más tarde, declaró que la muerte de Joan le había sumido en una lucha de por vida en la que su única salida era escribir.
Una alarma viene a recordarme a gritos que el tiempo ha volado. Tan sólo otro café abrirá mis ojos antes de encarar ese momento ingrato en que los críos me llaman abuelo y se empecinan en tratarme de usted.