Enero y Filomena se casaron hace un trienio.
Del día que empezó a nevar, recuerdo que la gente llevaba mascarilla, además de gorro y guantes. La previsión parecía la enésima ficción hilarante, hasta que la precipitación nos retuvo treinta y seis horas pegados a las ventanas, vigilando estupefactos cómo se borraban las aceras y los coches aparcados se cubrían con la suma de todos los colores en uno solo.
En 1968, Richard Hamilton es un destacado artista londinense. Algunos críticos consideran que su collage de 1956 para la exposición colectiva This is tomorrow es la obra que alumbra al pop art. En aquella unión de imágenes, un tipo musculoso en calzoncillos sostiene una piruleta roja, estratégicamente colocada, con la palabra pop.
El regalo de Reyes tardío llegó justo a tiempo para retrasar la vuelta al cole. Emergieron muñecos con botones y nariz de zanahoria mientras las bolas de nieve golpeaban a todo dios. La orografía de Rivas no es precisamente llana, así que los peatones de ayer mutaron en esquiadores con idea de lanzarse cuesta abajo y a lo loco. Se revolvieron los trasteros en busca de un trineo y las palas triplicaron su precio ante el avance del meteorólogo: varios días más de temperaturas bajo cero, congelarán la nieve.
Desde el interior, pegados a la cristalera del balcón, el peque y yo tratábamos de distinguir el mono rosa de la mayor, cegados por el blanco y desorientados por el gentío congregado en la avenida de Pablo Iglesias.
Aquel octavo día de 2021, el agua cristalizada en copos había desbordado todos los paisajes nevados jamás pintados, menos uno.
Mientras los ecos del mayo parisino del 68 retumban en media Europa, Richard Hamilton es designado para diseñar la portada del nuevo álbum de los Beatles, aún sin nombre.
Richard convenció a los Fab Four de que no necesitaban imagen alguna para decorar sus discos. Sólo una funda blanca, con el nombre The Beatles en relieve, sin tinta, tan táctil como visible. La banda primigenia del mainstream se había vuelto tan popular que podía jugar a prescindir, también, de la palabra. Desde su lanzamiento, el disco sin nombre fue
coloquialmente bautizado como el álbum blanco.
Cuando salimos el compañero perro y yo, lo hicimos desganados.
Me puse los auriculares, un gorro de lana y me coloqué los tirantes del pantalón de esquí. Antes de los guantes, pulsé play para reproducir música en el móvil, lo metí cuidadosamente en un bolsillo de la parka y comprobé, antes de descolgar su correa, que llevaba las llaves adecuadas y bolsas suficientes.
La penúltima e irónica idea que se le ocurrió a Richard Hamilton fue seriar los cinco millones de copias de la primera edición. El doble elepé, que aglutinaba todos los colores en su funda, incluía gran diversidad de colores musicales en cada surco, y ninguno político.
El hielo de la calle poseía la dureza del carbono. Mis botas inadaptadas se escurrían a cada paso y un desliz amenazaba con romper cualquier hueso. En el lapso musical en que iniciaba despegue el avión de Back in the USSR, el compañero perro cruzó la calle veloz y se esfumó.
Mi lentitud de reflejos me mantuvo impasible cuando una bola helada pasó rozando mi hombro. Cuatro chicos se escondían entre los coches jugando a una guerra. Cuando uno de ellos asomó la jeta, una roca de hielo impactó en ella y le dejó tocado sobre el capó. Sonaban los primeros acordes de guitarra de Dear Prudence cuando me quité uno de los cascos y me acerqué titubeante a preguntarle si necesitaba ayuda. Cuando dijo que no, volví a colocarme el auricular y constaté, mientras se dispersaban, que aquella línea de batería no la había tocado Ringo, sino Paul.
Lo último que incluyó Richard Hamilton, para contentar a la discográfica, fue un póster con las fotos por separado de John, Paul, George y Ringo. Lennon, tiempo después, declaró con clarividencia que en el álbum blanco se puede escuchar la ruptura de los Beatles.
Mientras persigo las huellas del compañero perro, reaparece Ringo con una pelota fluorescente en la boca. Cuando la suelta sobre el helado de acera y mugre, parece preguntarme por la caja Ludwig Supraphonic que compré de segunda mano. Al recapacitar, juraría que sigue en el trastero desde que nos desperdigamos, protegida por una funda del color de la ausencia de luz.
Dentro, a oscuras, se resguarda el brillo del aro cromado sobre el que Ringo y yo golpeábamos la baqueta en busca de una nota menos habitual y, considerablemente, más aguda.