En los últimos días he tenido la oportunidad de leer el libro ‘¿Somos todos enfermos mentales?’, de uno de los psiquiatras más importantes de los últimos tiempos, el Dr. Allen Frances. Ya había tenido la oportunidad de leer diferentes artículos donde el doctor Frances manifestaba su posición sobre uno de los asuntos más espinosos de la Medicina, el diagnóstico psiquiátrico, pero no me había detenido nunca en la lectura de un libro donde profundiza en ese aspecto y añade otros más interesantes, si es que eso es posible.
Reconozco que tenía mis reticencias, y que el motivo de que el libro haya pasado los últimos años en un estado de cuasi-abandono se debe a que el doctor Frances fue el encargado de dirigir el equipo responsable de la redacción del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales en su cuarta edición (más conocido como DSM-IV), la denominada Biblia de la Psiquiatría. Es con este manual con el que los clínicos, psicólogos incluidos, diagnostican a las personas que acuden a consulta en busca de ayuda profesional.
Aún recuerdo mi época de estudiante cuando tuve la oportunidad de estudiar el manual en mis clases de psicopatología, bajo las órdenes de la Profesora Carmen Vizcarro, a la que siempre admiré y la que, más tarde, me dio mi primera oportunidad laboral como psicólogo. Me recuerdo embriagado por la sensación de poder que te da el “saber” qué es lo que le ocurre a los demás en la cabeza, esa sensación de poder etiquetar al otro con un diagnóstico y comenzar a diseñar un tratamiento. Esa peligrosa sensación que tienes a los veinte años de pensar que todo gira alrededor tuyo, incluida la salud de los demás.
Y también recuerdo mi profunda decepción cuando descubrí que el manual, nuestra famosa Biblia, no tenía validez ni fiabilidad alguna. En otras palabras, que aquello que estudiábamos no era psicopatología, que era un instrumento que estaba causando mucho daño a las personas que necesitaban de nuestra ayuda y que, además, los que lo empleaban lo sabían y, aún así, seguían haciéndolo.
En estos últimos meses el DSM ha vuelto a mi vida; ahora en su quinta versión, el DSM-5. Y ha llegado por dos caminos diferentes: el primero a través de los textos del Dr. Frances, donde denuncia lo peligroso e inútil del manual poniéndose él como ejemplo: en una reunión con los colegas responsables de la edición, Frances salió con, al menos, cinco etiquetas diagnósticas en relación a su propia persona. En menos de dos horas, había pasado de ser una persona mentalmente sana a convertirse en un enfermo mental.
Tras reflexionar sobre lo ocurrido, llegó a la conclusión de que la Psiquiatría “había creado un sistema diagnóstico que convierte problemas cotidianos y normales de la vida en trastornos mentales”. Y todo ello, además, con la inestimable ayuda de la industria farmacéutica, que ve en la creación de nuevos grupos de pacientes un incremento exponencial en sus beneficios (algún día hablaremos de los números que indican que los psicofármacos provocan más muertes que todas las drogas ilegales juntas).
La segunda vía por la que el DSM y yo nos reencontramos ha sido por la vía de los pacientes; en los últimos meses han sido muchas las personas que han acudido a preguntarme por una segunda opinión sobre un diagnóstico puesto por su psiquiatra o psicólogo. Me ha sorprendido encontrarme con personas totalmente normales que venían con informes en los que se indicaba la presencia de trastornos depresivos, trastornos de ansiedad generalizada y un largo etcétera. Incluso en algunos casos, se procedió al ingreso de esos pacientes en plantas de Psiquiatría. No tardé en volver a Rosenhan para comprender lo que estaba ocurriendo (ya hablamos en esta misma sección de sus maravillosos experimentos), y la sorpresa se transformó en preocupación cuando comprobé que las cosas no habían cambiado desde la publicación de sus resultados hace más de cincuenta años en los que demostraba la escasa validez y fiabilidad del diagnóstico psiquiátrico.
Pero, sin duda, lo que más me alarmó fue encontrarme con muchísimos casos en los que los niños, nuestr@s niñ@s, crecían a la sombra del diagnóstico del Trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Los números son abrumadores; resulta que, sin saberlo, nuestros psiquiatras y psicólogos nos dicen que prácticamente tenemos un TDAH por familia. Y además no lo sabemos porque está infradiagnosticado; si se pusieran los recursos suficientes y tuviéramos todos un terapeuta de cabecera, los números se incrementarían y todos podríamos estar felices con nuestra nueva etiqueta.
Porque el problema, nos dicen, es muy grave: y si no les creemos, sacan una lista de famosos que padecen o han padecido el trastorno (las listas están publicadas en centros que se dedican al tratamiento del TDAH o incluso en fundaciones; les invito a consultar la web y pasar un buen rato). Déjenme que les nombre a algunos de los personajes: Steve Jobs, cofundador y presidente ejecutivo de Apple; Michael Jordan, mítico jugador de la NBA (¿quién no conoce a Jordan?); Michael Phelps, nadador medallista Olímpico; Fernando Verdasco, tenista; los actores Jim Carrey y Will Smith; David Neeleman, fundador de la compañía aérea JetBlue; Sir Richard Branson, fundador de Virgin; Bill Gates, cofundador de Microsoft; y el inigualable ‘Magic’ Johnson, entre otros muchos.
Lo genial de esta lista es que ninguno fue tratado con los fármacos diseñados para el TDAH, ni con las terapias psicológicas desarrolladas para su eliminación. ¿Se imaginan que alguno de ellos hubiera sido diagnosticado y tratado como tal? ¿Qué habría sido de nosotros? ¿Podríamos haber disfrutado de los iPhones, o de los ordenadores, o de los pases de Magic mientras miraba al otro lado de la cancha? La respuesta es sencilla: no.
Nos hubiéramos quedado sin ellos, sin sus capacidades y sin sus posibilidades de cambiar nuestro mundo. Y lo peor de todo, lo hubiéramos hecho diagnosticándoles algo que ni siquiera existe.
Soy consciente de que esta afirmación es muy controvertida, pero los datos no mienten (al contrario de las interpretaciones). Es cierto que hay niñ@s que presentan problemas de atención, o que muestran un nivel de actividad muy elevado, pero les aseguro que el porcentaje es tremendamente bajo. El resto de los menores presentan dificultades para la gestión de las emociones, dificultades para conciliar el sueño o, simplemente, tienen un nivel de actividad propio de su edad e impropio para los padres que, por otro lado, cada vez somos más mayores cuando tenemos nuestro primer hijo. Diagnosticar a este último grupo, el mayoritario, de TDAH es, sencillamente, poco ético e irresponsable, y no hace más que confirmar la falta de formación de nuestros profesionales.
En esos casos, cuando los padres entran en consulta buscando el diagnóstico, se debería dejar al niño jugar en la sala de espera y comenzar una terapia con ellos; el “tome a mi niño que no puedo con él y cámbiemelo” es un síntoma claro de que algo está pasando en esa familia; pero no con el niño, sino con los adultos que son incapaces de adoptar su rol de padres y entender que la infancia es, entre otras cosas, eso, el olvidar lo que es descansar, el jugar a todas horas, el responder a mil millones de preguntas, a escuchar lo mismo una y otra vez y a abandonar sueños propios para cumplir los sueños de la persona que ha entrado en sus vidas.
Son, lo que diría Schneider, una etapa llena de maravillosas reacciones vivenciales normales que tendremos que aprender a gestionar.
Disfrútenlo porque, aunque parezca que no tiene fin, se acaba.