En lo que supuso uno de los primeros ejercicios audiovisuales de primer orden de cuantos se han llevado a efecto para difundir, entre una audiencia potencialmente masiva, los
aspectos fundamentales de la personalidad y la poética de un escritor, de un creador literario a la sazón vivo y en activo, el espléndido documental Borges para millones –hoy fácilmente localizable en Internet- se estrenó en Argentina el 14 de septiembre de 1978.  Con dirección de Ricardo Wullicher, sobre guion cinematográfico de Ricardo Monti y Vlady Kociancich, el filme contó, por supuesto, con la participación del propio Jorge Luis Borges, quien, mediante intervenciones no continuas pero sí frecuentes a lo largo de los sesenta minutos de metraje, repasa –y para siempre ya repasará, gracias al milagro del cine- algunas de sus inquietudes y obsesiones no sólo creativas sino también existenciales: la pluralidad de sus ancestros y el connatural cosmopolitismo de Argentina, la dicotomía entre el Borges oficial y el Borges íntimo, los libros como presencia tutelar, las supuestas deficiencias del castellano (en muy sutil contraste con la ventaja de su sonoridad proveniente del latín), y, por supuesto, la ceguera, los tigres, la dialéctica entre lo efímero y lo inmortal, los laberintos (ese “símbolo de estar perplejo, de estar perdido en la vida”). Con todo, son otras palabras suyas las que, quizá por inesperadas, cobran especialísimo relieve en el contexto cabal de la película: “Las opiniones de un escritor, como las opiniones de todo hombre, son lo más superficial que hay en él. No debe juzgarse a un hombre por sus opiniones. Además, cuando se escribe, uno no escribe con sus opiniones; uno escribe con todo su pasado, con la sangre de sus mayores, posiblemente con la gravitación del mundo externo… Las opiniones son lo de menos.”

¿Intentaba el gran Borges, de tal modo, rebajar la importancia de sus, digamos, superficiales y, como poco, condescendientes juicios acerca de las dictaduras de los años 70 imperantes en el Cono Sur? ¡Difícil no preguntárselo! Verdad es que, de aquellas opiniones, el genio bonaerense acertó a retractarse en muy buena medida, mas cuando ya habían producido en su imagen, en el prestigio público y planetario del Borges oficial, cierto efecto nocivo… Sea como fuere, las palabras del autor de El Aleph, más allá de las coordenadas estrictamente borgianas, invitan a una reflexión imprescindible. Porque tienen su punto de razón, y porque en este dilatado momento histórico, a todo lo largo de esta etapa complejísima que venimos recorriendo con brújulas tan torpes, necesitamos las opiniones más fundadas y certeras. De continuo se escribe acerca del papel de los intelectuales en la sociedad; de lo que fue otrora y de lo que es hoy. Al respecto, una cosa está clara: en una sociedad como la nuestra, plagada de lagunas culturales a mayor gloria del poder económico, y dominada por la saturación informativa y por la posverdad rampante y sin escrúpulos, los intelectuales y los artistas tendremos que tratar de opinar de la misma manera en que tratamos de escribir y de crear. Con todo nuestro pasado, con la decantada sangre de nuestros ancestros, indudablemente con la gravitación del mundo de fuera… Con todo el criterio, y el necesario rigor, de nuestras obras mejores.