El tipo de la camiseta roja charla con el camarero en torno a un lugar común: el único deporte que practica es la barra fija. Un minuto antes ha comentado el último fichaje del Real Madrid y ha pedido su cognac de media mañana.
Desde hace semanas, Nick reserva una calle para airearse dando patadas y brazadas al agua en el Cerro. La mayor se recrea practicando gimnasia. El peque tiene madera de maratoniano, y yo, juego al tenis en el ranking local.
En una balda de la estantería busco el pequeño volumen que reúne algunos de los ensayos de David Foster Wallace en torno al deporte de la raqueta.
Junto a él aguarda La broma infinita. Me disgusta que ambos sean traducciones. Tengo la sensación de leer a un traductor exhausto que desiste de seguir el ritmo de bola del norteamericano. Debería doblar la apuesta y enfrentar Infinite Jest sin intermediarios. La precariedad del trabajo editorial salpica en todas direcciones. Quien traduce juega en chanclas y arrastra una pesada raqueta de madera sobre una pista con el suelo de cemento agrietado y la red agujereada.
Aprendí a observar sentado en unos escalones, a la puerta de un bar, frente a un cuadro de saque. Los veranos de mi infancia tenían red, movimiento y pelotas gastadas. Me fijaba en tipos de juego, en cintas y en muñequeras.
Trataba de entender el movimiento de los cuerpos que, ayudados por una raqueta, trazan esa línea imaginaria que la bola continúa. En aquella modesta urbanización ochentera de la sierra madrileña había dos pistas y una variopinta comunidad de aficionados autodidactas. Cuando crecí lo suficiente para alzar una raqueta, sacaba como un vecino del portal nueve y tenía el revés de la madre de Alvarito.
Más tarde probaría el entrenamiento y la competición. Recuerdo esforzarme y caer derrotado en aquella lucha diaria contra mis límites. Descubrí en serio la soledad a este lado de la red. Era evidente que ganar un campeonato en la capital quedaba fuera de mi alcance.
-En Madrid hay demasiada gente. Siempre habrá chicos mejores que tú- solía decir mi padre.
Sin embargo, cuando jugaba el torneo veraniego del pueblo, tras nueve meses repitiendo golpes de lunes a sábado, apenas encontraba oposición para levantar los trofeos que trasladé hace poco desde el hogar paterno.
Foster Wallace se suicidó en 2008 y en su juventud estuvo tentado de dar el salto a tenista profesional. Ambos datos nos distancian de aquí a Claremont.
El segundo porque una extraña lesión en mis rodillas adolescentes me alejó
prematuramente de las pistas.
En cuanto al primero, algo me sana cuando consigo alojar la bola sobre la línea lateral después de un revés ofensivo. Cuando oriento un saque a la T y al peinar la bola con las cuerdas, acertando con la parábola perfecta. Me cura devolver una bola más, después de correr varias veces de lado a lado, para acabar ganando el punto.
Abandono el teclado para preparar la mochila antes de un nuevo partido.
Ha quedado un enorme agujero en la estantería al extraer La broma infinita.
Pretendo llegar al Polideportivo del Sureste con antelación. Ya en pista, soltaré la mochila, me sentaré desabrochando la cremallera y colocaré la botella de agua en el suelo y la toalla doblada sobre el banco, a mi lado. Tras un par de carreras subiendo las rodillas hacia el pecho y los talones al trasero, me sentaré y rebuscaré en el interior oscuro. Levantaré el tomo macizo sobre mi cabeza con los brazos estirados, doblaré los codos hacia atrás y dejaré caer el peso de sus mil y pico páginas antes de alzarlo de nuevo, en series de diez repeticiones. Si el ritual sigue su curso, el rival asomará por las instalaciones en el momento en que empiezan a aparecer los cristales afilados de las futuras agujetas en los tríceps.