A comienzos de marzo de 2020 casi todo el mundo conocía la importancia de lavarse las manos como forma de evitar infecciones de distintos tipos. La higiene dictaba que era conveniente hacerlo con frecuencia y, lo hiciéramos o no en la práctica, era casi una convención social que sí, que lo hacíamos, y así se suponía, como en tiempos de la mili obligatoria se suponía el valor a todos los soldados, lo hubieran demostrado o no.
En esos primeros días de aquel mes, quien más y quien menos había visto en televisión documentales sobre Japón en que unos presurosos y atareados japoneses circulaban por las calles de sus ciudades con mascarilla. Exageración, sin duda, propia de tan ancestral pero extravagante cultura.
Ya habíamos visto a los chinos construir apresuradamente hospitales en semanas, confinarse como nuestros vecinos italianos que ya aplaudían desde sus balcones y nos pedían autoconfinarnos para intentar evitar lo inevitable. Pero todo resultaba lejano, como que aquí no iba a llegar nunca, si acaso algún caso de algo que no tendría más trascendencia de una gripe, «Spain is diferent»… ¡Madre mía! la que se nos avecinaba.
En ese tiempo salíamos a diario y, como la cosa más natural del mundo, subíamos en metros y autobuses, entrábamos en bares y discotecas, íbamos a bailar o de litrona. Y nos saludábamos dándonos la mano como un mero ritual al que no prestábamos apenas atención. Por no hablar de los efusivos abrazos con personas de más confianza y proximidad.
Por aquellas mismas fechas sólo las personas con más de 60 años habían oído hablar de lo que era un toque de queda o un estado de alarma.
Tan sólo semanas después, un 14 de marzo, como hoy, tuvimos que apresurarnos a encontrar mascarillas donde no las había y, por tanto, a fabricarlas en casa o a pedir a una vecina mañosa que por favor nos suministrase alguna. De repente el prójimo, incluido el familiar más cercano, era sospechoso de portar la muerte (sí, en aquel momento se trataba de eso) y de inoculárnosla al más mínimo descuido o en un inocente acto de cariño.
Supimos de la sutil diferencia entre un producto higienizante y otro desinfectante. Sopesamos la calidad y propiedades de diversos tipos de guantes desechables. Fuimos casi por turnos al supermercado para encontrárnoslo prácticamente vacío, al menos durante unos días.
Dejamos de saludarnos a menos de dos metros de distancia y, en todo caso, chocando los codos en un gesto que nos sonaba, y nos suena, teatral y sumamente artificial. De los abrazos, ni hablar, y mucho menos de los besos.
Del «no cojas cosas del suelo, nene, caca» pasamos a una especie de «no toques a ese señor, nene, caca». Y no vayas al parque, y no salgas a la calle, y nada de ver a los amiguitos del cole, y…
El 14 de marzo de 2020 se decretó en España el que fue, desde la promulgación de la Constitución de 1978, el primer estado de alarma que afectaba de manera generalizada a todo el país. Desde entonces, con más de tres millones de casos de COVID-19 en España y más de 72.000 personas fallecidas debido a ese virus, seguimos siendo japoneses en lo de la mascarilla, ingleses en lo de no tocarse y mucho menos abrazarse, suecos en lo de desinfectar e higienizar todo y alemanes o suizos en lo de no salir de casa después de horas muy tempranas de la noche.
Y, miren ustedes por dónde, hemos aprendido a lavarnos las manos como, estamos seguros, nadie se las había lavado antes, si exceptuamos algún obseso de la higiene. Nos frotamos por dentro de las uñas, calibramos la cantidad de espuma que produce el jabón que estamos usando y exploramos con él las más escondidas grietas de nuestra piel, como insistían desde las televisiones y medios de comunicación o siguendo algún que otro tutorial de las redes.
Y esperamos.
Esperamos que millones de dosis de vacunas que llegan en plazos adecuados a ciertos países, pero sospechosamente tarde a otros, nos alcancen y nos liberen de todo mal. Y no nos atrevemos a pensar seriamente en si el COVID-19 será sólo el primero de una larga lista de virus que nos irán visitando regularmente y que harán que ya nunca nada vuelva a ser igual que aquella época que aún recordaremos como «la normal», pero que poco a poco se nos irá escapando entre los dedos de nuestra memoria para llegar a un día en que «lo normal» ya sea esto de ahora.
Y visto lo visto, el estado de estupidez en que crecientemente nos vamos sumiendo, como sociedad y como individuos, hará que no reparemos en las causas profundas de esta desolación. En cómo deberían ser las cosas y no lo son. Seguiremos aupando al Gobierno (que no al poder) a partidos que nos defraudan una y otra vez sin el menor recato y cuyos miembros usan su influencia para vacunarse antes de que les toque, privando de esas dosis a quienes más las necesitan.
También en esto habremos aprendido a lavarnos las manos, descargándonos de culpa por haber votado a estos en lugar de a aquellos y haber permitido, con ello, que las cosas sigan avanzando en esta fulgurante recta hacia la aniquilación de la especie y del planeta.
Hasta la próxima.