Las ciudades se han ido construyendo, independientemente de los modelos utilizados para desarrollarlas, con un elemento común: se ha hurtado a la naturaleza un espacio cada vez mayor y, con ello, se ha privado a sus habitantes de los beneficios que aportan la tierra, el agua y los árboles. Todos ellos son elementos que contribuyen poderosamente a la regulación del clima. El movimiento de ‘renaturalización’ que, a consecuencia del cambio climático, ha comenzado en muchas ciudades de todo el mundo, busca devolver a la naturaleza la mayor parte posible de ese territorio que en su momento se le ‘robó’ en los espacios urbanos.
¿Han oído hablar de ‘renaturalizar’ las ciudades? Se trata de una palabra de difícil pronunciación que recientemente ha comenzado a aparecer no sólo en el vocabulario de los movimientos ecologistas, sino también en el diccionario de los gobiernos que no niegan, sino que comprenden el cambio climático que a nivel global se está produciendo.
Agua perdida por árboles
En Rivas se dan varios ejemplos de este proceso de ‘renaturalización’. Quizás el más relevante sea la sustitución de la cascada de cemento y azulejo que adornaba la avenida Aurelio Álvarez, desde su cruce con la calle Concepción Arenal hasta la rotonda de salida a la A3. La cascada, un elemento ornamental construido por la empresa que más edificaciones construyó en esa zona de Rivas en los años 1990-2010, sufría «defectos estructurales» sin solución, según asegura la empresa pública Rivamadrid, que hacía que se diesen pérdidas constantes y significativas del agua que discurría por la cascada.
«Esta avenida es una de las arterias principales de entrada y salida del municipio: requería una actuación integral, garantizando, además de la mejora estética, unas condiciones de mantenimiento sostenible desde una perspectiva ecológica, evitando un gasto innecesario de agua por fugas y proporcionando los beneficios inherentes al arbolado en el entorno urbano», explican los servicios municipales.
Los trabajos de demolición comenzaron en noviembre, bajo las directrices y supervisión del personal técnico de la Concejalía de Mantenimiento de la Ciudad. Después, personal de jardinería de Rivamadrid continuó con el relleno de tierra nueva y la reparación y adaptación de toda la red de riego, para posteriormente plantar una alineación de árboles ejemplares y resembrar toda la superficie.
La Concejalía de Transición ha sido la responsable de diseñar la alineación del arbolado con la elección de las especies, acorde a los criterios recogidos en el Plan de Gestión de Arbolado Urbano del Rivas.
Aunque gracias a los Fondos europeos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, ha habido ya 152 ciudades españolas con más de 50.000 habitantes que han visto subvencionados diferentes proyectos con 58 millones de euros, lo cierto es que la renaturalización de la avenida Aurelio Álvarez se ha llevado a cabo con fondos municipales.
Independientemente de las razones que llevaron a proyectar la demolición de la cascada (que ocupaba la mediana de la avenida a lo largo de unos 800 metros), lo importante es que se tomase la decisión de sustituirla, en buena parte de su recorrido, por arbolado. Rivamadrid, encargada de la obra, explica en su página web que en esta acción se han plantado nada menos que 75 árboles de distinto tipo: 37 cipreses, 18 perales de flor y 20 liquidámbar.
La naturaleza ha recuperado este pequeño pero significativo espacio que el cemento le había robado. Junto a otras acciones similares, la temperatura en Rivas podrá ir descendiendo gracias a la sombra que darán los árboles y al frescor que exhalarán.
Un innegable cambio climático
Siempre habrá quien diga aquello de que «todos los veranos ha habido semanas de mucho calor». Siempre habrá quien valore que «siempre ha habido sequías». No faltarán quienes recuerden que la historia ha registrado multitud de pandemias. ¿Y qué decir de los incendios forestales? ¿Es que no los ha habido siempre? Con esos argumentos buscarán sentirse más cómodos, cerrar los ojos a la evidencia, anunciada desde hace ya décadas, de que la acción del ser humano ha provocado y sigue provocando un cambio en el clima a nivel planetario, que lleva a la humanidad hacia el horizonte de su extinción. Así, sin paliativos.
¿Cómo enfrentarse a ese hecho, para procurar cambiar el destino inevitable que nos aguarda? Las formas son tantas como acciones ha realizado el ser humano para cambiar y domesticar la naturaleza a su antojo, para que sirviese a los intereses económicos de las élites e hiciese engordar sus carteras.
Para afrontar las consecuencias de esta forma de operar, Europa decidió inyectar dinero para que los estados pudieran hacer frente a cambios de calado. Se trata de «fomentar actuaciones dirigidas a la renaturalización y resiliencia».
Las ciudades, sepulturas de la naturaleza
Las ciudades se han ido convirtiendo en espacios negados a la naturaleza. El cemento, el asfalto, el hormigón, han ido tapando superficies cada vez más significativas del territorio. El desarrollismo de la época culminante del capitalismo, aquel que nos mostraba con orgullo y satisfacción la construcción de un nuevo barrio con amplias avenidas y aceras, con edificios de hormigón y acero y con pocos, muy pocos espacios verdes, tuvo su visión propia de lo que significaba el ‘progreso’: crecer, ser cada vez más grandes, cada vez más ricos, consumir cada vez más.
Y para conseguirlo, inevitablemente, se tiraba de la naturaleza de forma indiscriminada y sin apenas control. ¿Hay que talar un bosque para obtener madera? Adelante. ¿Hay que tapar o desviar un río? Hágase. ¿Hay que contaminar el subsuelo para producir más carne? Sin problema, hagámoslo.
La apariencia de progreso a la que toda la población, en mayor o menor grado, ha sucumbido dibujaba una imagen a la que nos hemos agarrado con desesperación: seremos más ricos, comeremos más carne, tendremos casas más grandes, más coches, más electrodomésticos. Más tenacillas para pelo, si llega el caso. Y serán eléctricas y no manuales. Porque el progreso consiste en que hagamos cada vez menos esfuerzo para realizar no importa qué actividad.
Las ciudades han sido el refugio mayor de ese concepto del progreso. En ellas se ha cocido el menú desarrollista y se ha servido a la mesa de quienes vivían en ella, pero también se ha publicitado fuera de ella. Quienes aún vivían, por gusto o por necesidad, fuera de las ciudades, no han recibido más que incentivos para abandonar sus casas y sus pueblos y acudir a la mesa donde tantos y tan variados manjares se sirven.
Un planeta y una naturaleza finitos
En algún momento (quizás desde el principio) de este impulso desarrollista, alguien se olvidó de contar. La aritmética más elemental se ausentó de los planes desarrollistas, con esa falta de conciencia propia de los descerebrados y de las avestruces. No supieron o no quisieron realizar un cálculo abultado pero simple: si crecemos en el planeta a razón de tantos habitantes por año y queremos que cada habitante tenga a su disposición tantas casas, tantos frigoríficos, tantos coches, tantos ordenadores y tantas piscinas, necesitaremos talar tantos bosques, producir tantos metros cúbicos de flúor, tanto petróleo, tanto grafeno y tanta agua.
El problema es que la madera se acaba si los árboles no crecen al mismo o superior ritmo que se talan; es que el flúor acaba yendo a la atmósfera y contribuyendo a incrementar el efecto invernadero; que los derivados del petróleo producen CO2 que modifica seriamente las características, también de la atmósfera; que grafeno, en realidad, hay bastante poco; y que el agua se agota si no se dan las condiciones naturales necesarias para se mantenga el clima global y se produzcan las lluvias.
Todo se acaba si uno abusa despreocupadamente de ello. Pero al final, la ‘fiesta’ habrá dejado un planeta inhabitable por el ser humano. Por los pelos, pero estamos a tiempo de evitarlo.