La salud, tanto física como mental, es uno de los pilares fundamentales de la vida humana. A lo largo de la historia, hemos avanzado considerablemente en el diagnóstico y  tratamiento de enfermedades físicas. Pero, al contrastar este progreso con el enfoque que tenemos sobre la salud mental, resulta sorprendente la disparidad que aún persiste.

Imaginemos por un momento que nos duele el pecho. Es probable que rápidamente acudamos al ambulatorio o al hospital, donde nos realizarían una serie de pruebas, desde electrocardiogramas hasta análisis de sangre, para determinar la causa. Estoy seguro de que no hay una sola persona que se mostrase sorprendida por tener que someterse a estas evaluaciones, ya que entendería que estos procedimientos objetivos son cruciales para un diagnóstico certero.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando sentimos una tristeza profunda, ansiedad constante o cualquier otro malestar emocional? Lamentablemente, la respuesta no es tan directa. En el ámbito de la salud mental, se tiende a minimizar la necesidad de evaluaciones previas al tratamiento. Muchos terapeutas inician terapias o administran medicamentos sin haber evaluado previamente al paciente con pruebas objetivas. El paciente, por su parte, acepta realizar determinadas acciones (como tomar un fármaco) por recomendación de terceros, sin contar con un diagnóstico claro. Al igual que en la salud física, el no tener un diagnóstico preciso en la salud mental puede llevar a tratamientos inapropiados, ineficaces e incluso perjudiciales.

Las evaluaciones psicológicas cumplen múltiples propósitos. Además de proporcionar una comprensión detallada de la mente y las emociones de una persona, pueden revelar trastornos coexistentes que no se habían considerado. Por ejemplo, una persona puede buscar tratamiento para la depresión, pero una evaluación podría revelar un trastorno de ansiedad subyacente que también necesita atención.

La necesidad de estas evaluaciones es evidente pero, sin embargo, hay obstáculos que impiden a las personas someterse a estos procedimientos, siendo el más prominente el factor económico. En muchos lugares, los servicios psicológicos y psiquiátricos son prohibitivos, y el seguro médico público o privado no siempre los cubre. Esta barrera financiera ha dejado a un vasto número de personas sin la atención adecuada que necesitan. Por ejemplo, los menores que necesitan ser evaluados para determinar si están padeciendo un trastorno del espectro autista, o los ancianos que no saben si lo que les está ocurriendo es el comienzo de un proceso de demencia. Y no hablemos del diagnóstico del TDAH, que se rige por criterios farmacológicos y empresariales más que clínicos.

No nos debemos dar por vencidos; la esperanza surge con los avances tecnológicos. La
inteligencia artificial (IA) está mostrando un gran potencial en el ámbito de la salud mental. Con la capacidad de analizar y aprender de grandes conjuntos de datos, la IA podría revolucionar las evaluaciones psicológicas, haciéndolas más precisas, rápidas y, lo más importante, accesibles. Además de diagnosticar, las IAs podrían ofrecer terapias personalizadas, adaptadas a las necesidades individuales, potenciando los resultados y
reduciendo los tiempos de recuperación. La democratización del acceso a la salud mental a través de la tecnología podría ser la respuesta que hemos estado esperando.

En conclusión, al igual que nadie debería recibir un tratamiento médico sin pruebas diagnósticas previas, nadie debería iniciar una terapia psicológica sin una evaluación adecuada. Es hora de darle a nuestra salud mental la misma importancia y rigor que le otorgamos a nuestra salud física. Con la ayuda de la IA, este ideal puede estar a nuestro alcance.