Antes de que me decidiera a transformarlo en libro, Clásicos a contratiempo fue un espacio, fijo desde 1996 hasta 2008, en la parrilla de programación de la extinta Radio Rivas. Con el cambio de siglo y de milenio lo dirigí y presenté en solitario, y aquella experiencia, la de difundir los tesoros de la música clásica partiendo de un ámbito muy concreto aunque expansivo, el de una joven ciudad en crecimiento con la populosa periferia madrileña por marco, me hizo tomar conciencia, desde muy pronto, de las posibilidades que los comunicadores tenemos para divulgar las conquistas y los valores de la excelencia en la sociedad; dicho de otra manera, de las posibilidades con las que contamos para socializar  el conocimiento, lo hermoso y lo excelente. Y desde muy pronto comprendí, pues, que esa tarea de socialización se oponía y se opone a cualquier trasnochada noción recalcitrante de elitismo.

Bajo ninguna circunstancia el elitismo puede convertirse hoy en una suerte de engreído altavoz desde el cual pontificar acerca del envilecimiento de la cultura de masas. Lo que otrora quizá tuviera visos de legitimidad intelectual, hoy ya no engaña a nadie: no son las masas las que empobrecen el discurso cultural de un país, de un continente, del orbe todo; es el capital o, mejor dicho, lo que decide hacerse con el capital. El prisma bajo el cual lo
colocamos. Así, paradójicamente, el agente empobrecedor de la cultura es la desregulación económica rampante que venimos sufriendo desde hace ya largas décadas. Lo que el capital desatado, sirviéndose de las masas, viene llevando a efecto, y está dispuesto a seguir poniendo en práctica, para perpetuar y aumentar sus injusticias, y blindar sus privilegios más aún. La crisis sanitaria que padecemos ha venido a demostrarnos, con crudeza formidable, hasta dónde este modelo pernicioso, basado en el consumo a ultranza, las dinámicas propias de la gran empresa, la competitividad y la falta de empatía con el débil, está dispuesto a llegar en su lucha contra la economía social de mercado, contra los consensos establecidos en torno al estado del bienestar, contra los valores más profundos y perdurables del humanismo; valores, en realidad, tan frágiles si se opta por darlos maquinalmente por sabidos, como las enseñanzas de un libro viejo. Este modelo supranacional es la mayor amenaza a la que se enfrenta la sociedad de hoy, al extremo de poner en riesgo la supervivencia del planeta. Y no resulta casual que los elitistas de hogaño sean los sucesores intelectuales de quienes, ayer, se inhibieron de realizar una crítica seria de la paulatina implantación y desarrollo de dinámicas industriales en todos los órdenes. Desde luego, lamentar una democratización de los placeres, y cifrar en tal circunstancia la justificación de un desmoronamiento colectivo de índole moral e intelectual, es cualquier cosa menos una crítica seria.

Muy al contrario, deberíamos volver la vista al concepto de “industria cultural”, tan hábilmente planteado por la Escuela de Frankfurt en el segundo cuarto del siglo XX, para
estudiar sus derivaciones actuales. Porque ello permite entender, de manera inequívoca, cuán fácil resulta hacer dinero, incontable dinero, con productos culturales concebidos para el consumo veloz y el disfrute simple; porque ello nos recuerda un compromiso con la ética más elemental: las personas no están en el mundo para que unos cuantos listillos se enriquezcan obscenamente a su costa. Más allá de la tiranía del consumo a ultranza, amplias capas sociales, con mucha sed de la mejor cultura, están esperando lo hermoso y lo excelente. Por experiencia lo sé.