La irrupción definitiva del SARS-CoV-2 el pasado mes de febrero de 2020 ha destapado uno de los fenómenos más característicos de estos últimos 5 años entre la población adolescente de las sociedades mal llamadas avanzadas: la adicción a internet o a las distintas redes sociales (Facebook, Instagram, TikTok, etc).
Más allá de las intenciones, a todas luces perversas, que ocultan este tipo de redes sociales (al lector interesado en este tema le aconsejo el documental titulado “El dilema de las redes”), el uso continuado y frecuente de estas aplicaciones se relaciona de forma directa con la aparición y desarrollo de conductas adictivas entre los más jóvenes que acaban por dominar todas las facetas de su persona a la vez que alteran todas las dinámicas familiares.
Es interesante, por ejemplo, que las aplicaciones estén diseñadas de tal forma que los circuitos cerebrales responsables de la recompensa se activen cada muy poco tiempo. Y si esto les suena muy técnico, hagan una sencilla prueba: ¿recuerdan aquellas máquinas tragaperras que inundaban toda nuestra geografía nacional? Era complicado entrar a un bar y no ver a una persona echando monedas y pulsando la palanca para comprobar, una y otra vez, que la suerte no le acompañaba.
Deténganse un momento en el gesto que realizaba aquel inocente jugador; desplazaba la palanca de arriba a abajo o, en otras palabras, desplazaba su mano de arriba a abajo. Ahora fíjense en el gesto que hacen para refrescar su pantalla del móvil. O cuando tienen
que refrescar su página de Facebook o de alguna de las redes sociales antes mencionadas.
Exacto: es el mismo gesto, pero en este caso con el dedo. Se activan los mismos circuitos
cerebrales, los responsables del fenómeno de recompensa o, en otras palabras, los mecanismos que subyacen a la adicción.
La pandemia no ha hecho otra cosa sino consolidar estas conductas adictivas entre los más
jóvenes (y no tan jóvenes). Los sentimientos de soledad, de aislamiento que nos han acompañado durante el confinamiento han propiciado que el uso de las redes sociales se haya disparado hasta niveles hasta ahora desconocidos. Son varios los estudios científicos que indican que las adicciones que podríamos denominar online han sido especialmente significativas en adolescentes que ya mostraban una alta impulsividad, que venían haciendo uso de las redes sociales, que encontraban poca comunicación dentro de la propia familia o que manifestaban no sentirse felices. Y lo más preocupante: todos los estudios coinciden en que los adolescentes que más uso han hecho de estas redes durante el confinamiento han sido aquellos que presentaban antes, o durante ese periodo, algún tipo de trastorno mental, como depresión, ansiedad o trastornos de conducta.
Es en este último grupo en el que quiero centrar lo que queda de articulo; los adolescentes son un grupo extremadamente vulnerable a los efectos que causan las redes sociales. Éstas se basan en la gratificación inmediata, en la obtención rápida del reconocimiento, debiendo ser éste, el reconocimiento, efímero para así poder reiniciar la cadena de la adicción. El adolescente, al realizar una publicación, espera obtener likes inmediatos, que se vayan incrementando en número según pasan los minutos (ni siquiera horas). Obtener esa recompensa supone la misma satisfacción que la que obtenía en el bar aquel jugador que pensaba que tenía un cierto control sobre lo que estaba haciendo, de la misma forma que piensa el adolescente que tiene el control al publicar contenido esperando la aprobación de los demás, de su grupo de referencia.
El problema viene cuando ese grupo de referencia no tiene unos límites claros, establecidos. La probabilidad de recibir criticas a las que, probablemente, el cerebro del adolescente no este preparado para procesar, deriva en una afectación de su aparato emocional que tendrá consecuencias en su propio pensamiento, pudiendo aparecer patrones característicos de la depresión, de la ansiedad o del propio suicidio.
Urge, por tanto, adoptar medidas relacionadas con el uso de las redes sociales. Seguramente esas medidas lleguen antes de la propia familia, ya que la administración pública es, como en casi todo, lenta. Debemos detenernos a pensar cómo afectan las redes a la salud mental de nuestros adolescentes, cómo afecta a su forma de sentir, de pensar o de comunicarse. Y debemos hacerlo desde la lógica y con argumentos sólidos, pues no se trata de demonizar el uso de determinadas aplicaciones sino de regular su empleo en beneficio de nuestr@s más pequeñ@s.