Veía ayer en televisión el documental «Yo, Ocaña», dirigido en este 2024 por Gemma  Soriano y Pilar Granero, dentro de ese espacio dedicado a nuestras grandes figuras bajo el nombre genérico de «Imprescindibles» y, mientras en la pantalla aparecían espacios míticos como las Ramblas de Barcelona a finales de los años setenta y personajes tan irrecuperables como los que desfilaban entonces por su pavimento, sentía esa nostalgia que tan bien define Marcel Proust al final de la primera parte de «En busca del tiempo perdido»: «…el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos son tan fugitivos como los  años». La sentí mucho más cuando, para terminar el documental y acompañar a sus créditos, sonó una versión de la canción «Romance a Ocaña» del granadino Carlos Cano en la voz de su autor, pero también en la de Miguel Ríos y María Dolores Pradera, entre otros.

Esa nostalgia solo puede ser fruto del tiempo, del paso de ese tiempo incesante y lineal que va dejando en nosotros los recuerdos de unas vivencias que, si no siempre tienen que ser  mejores que las actuales, al menos sí nos permiten recuperar fragmentariamente en su condición de postales fijas algunos de los personajes, lugares y sentimientos que han
formado nuestra memoria emocional. Al escuchar la voz de Carlos Cano, la de María Dolores Pradera, ahora que se cumplen ya veinticuatro años de la muerte del cantautor y seis de la madrileña, no pude sino pensar en la fugacidad de las cosas humanas, en que apenas unos días antes se había conmemorado el centenario del nacimiento de la cantante y en los versos iniciales de las «Coplas» de Jorge Manrique: «…avive el seso y despierte/
contemplando/ cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte/ tan callando; cuán presto se va el placer…». Y es que los seres humanos estamos hechos de la materia de los sueños, la espuma de los días y los agujeros negros del tiempo en fuga.

Hoy me despierto con la noticia de otro centenario y con la incómoda sensación de que cada vez que eso sucede es, más que una oportunidad de recordar, una nueva posibilidad de sumergirse en la marea de los días y las noches, a ser posible sin cronómetro ni brújula, para ser parte integral de unos sucesos que también acabarían, y acabarán, ocurriendo sin mí. Que yo leyera Luces de bohemia (1924), de Valle-Inclán, en el instituto, que lo haya enseñado durante años en mis aulas, que lo haya visto varias veces como espectador en el teatro y que la considere una obra maestra de nuestra literatura, es sólo intrahistoria, algo que afecta a muy pocos en un breve lapso de tiempo, pero su reposición una vez más en  las tablas del teatro, aunque su autor la considerase en su momento prácticamente
irrepresentable y nunca llegara a verla sobre un escenario, representa la continuidad de esas fotos fijas en las que deseamos volver a vernos, aunque sea fugazmente, para saber quiénes somos y de dónde venimos.