Fue en la Gran Sala del Musikverein: sí, en la mítica Sala Dorada donde, cada primero de año, la Orquesta Filarmónica de Viena ofrece al mundo su emblemático Concierto de Año Nuevo. Y fue allá por 1913… Para decirlo con toda exactitud: el domingo 23 de febrero de 1913. Allí y entonces se produjo uno de los hechos más triunfales y paradójicos de toda la historia del arte del sonido. Bajo la batuta del también compositor Franz Schreker, tuvo lugar el estreno de esa especie de gigantesca cantata moderna, o de moderno oratorio dramático a gran escala, que son los Gurrelieder (Cantos de Gurre o Canciones de Gurre) del genial Arnold Schönberg (1874-1951), sobre poemas del escritor danés Jens Peter Jacobsen, traducidos al idioma alemán por Robert Franz Arnold.

Cierto que Schönberg, como líder de la llamada “Segunda Escuela de Viena”, estaba llamado a ser el máximo adalid de la vanguardia musical de su tiempo; cierto que el atonalismo había comenzado a tomar posesión de su quehacer desde prácticamente seis años atrás (1907-1908), lo cual acabaría conduciendo a la eclosión normativa del sistema dodecafónico a partir de la década de los 20 del pasado siglo… Pero no menos cierto que todo lo anterior es la naturaleza apasionadamente posromántica de la primera etapa creativa del músico. Y así los Gurrelieder, cuya composición se había iniciado en torno a
1900, no vacilaban en desarrollar “un bellísimo universo melódico en medio de un lenguaje avanzado y de sonoridades opulentas”, haciéndolo, además, “con el verbo más inspirado del mejor Wagner, el mejor Mahler y el mejor Strauss”, tal como lo describí en mi ensayo divulgativo Clásicos a contratiempo. El triunfo y la paradoja, aquel 23 de febrero de 1913, estaban, pues, servidos: todos cuantos se habían dado cita en la Gran Sala del Musikverein –tantos y tantos de ellos, entre el público, detractores furiosos del Schönberg atonal-, acabaron entregándole al Schönberg tonal, inesperadamente posromántico aún, vibrante e inspiradísimo, el mayor éxito de su vida. Cuarto de hora de ovaciones sin tasa, nada menos. Una apoteosis a la que el compositor respondió con apreciable sorpresa…, y también, para ser sinceros, con una suerte de distanciamiento irónico todavía más palmario.

Pensémoslo por un minuto, aprovechando el telón de fondo de la conmemoración schönbergiana aportada por el almanaque –la celebración, el 13 de septiembre de 2024, de los primeros 150 años transcurridos desde su venida al mundo-: ¡qué fácil le hubiera resultado al autor de los Gurrelieder repetir la exitosa fórmula a partir de entonces! Y, sin embargo, Arnold Schönberg nunca se traicionó; incluso más allá de los matices, de los ligeros vaivenes con que fue materializándose la ineludible evolución musical en la que creía, nunca escribió una sola nota de cuya pertinencia no estuviera absolutamente convencido. ¿Eso le deparó momentos de aspereza, sinsabores? Qué duda cabe. Pero también sé otra cosa: que, de haber apostado por los éxitos fáciles a despecho de la autenticidad, Arnold Schönberg no hubiera sido cabalmente Arnold Schönberg. Y me atrevo a decir que tal enseñanza, para el arte y para la vida, fue la más grande y la más pura que nos legó el genial maestro.