Lo veníamos describiendo desde hace algún tiempo; los efectos que tiene el uso de las redes sociales sobre nuestra salud mental son, cuando menos, cuestionables.

Así se desprende de las publicaciones del Wall Street Journal que, a través de filtraciones de empleados de Facebook, ha ido revelando el uso que hace esta plataforma de los contenidos nocivos para la salud que aparecen publicados en ella. Estos contenidos se podrían resumir en dos grandes bloques. Por un lado, Facebook ha creado grupos de usuarios VIPs que están protegidos por la plataforma, de manera que, aunque publiquen contenidos que inciten al acoso o a la violencia, están eximidos de cualquier sanción. Por otro lado, en relación al segundo bloque, en la plataforma son plenamente conscientes de que una de sus aplicaciones, Instagram, es perjudicial para la salud mental de un porcentaje significativo de jóvenes, en concreto para los adolescentes.

De nuevo el tema de la salud mental sale a escena; el gobierno de la nación, recientemente, ha presentado un plan de acción 2021-2024 dotado con 100 millones de euros, plan que vendrá acompañado de una ley integral que ha generado cierta polémica, con el único objetivo de abordar este problema de una forma eficiente y eficaz desde paradigmas propios del siglo XXI.

Señalo esto último, la necesidad de establecer nuevos paradigmas con los que afrontar estos desafíos, porque no podemos pretender entender la emergencia de nuevos trastornos mentales (y otros no tan nuevos) empleando las mismas herramientas que usábamos en el siglo pasado. Y no podemos porque la influencia que tienen las redes sociales hace 10 años no era la misma que tienen ahora, no nos afectaba en nuestra vida diaria más allá de aspectos anecdóticos, mientras que ahora supone, para una gran parte de la población, una necesidad diaria sin la cual llegan a sentir una sensación de vacío muy importante. Es necesario repensar los trastornos mentales (que no enfermedades), repensar el papel que ha tenido (y tiene) la Psiquiatría en lo que se refiere a la excesiva medicalización de los pacientes, la Psicología, en lo que se refiere al escaso impacto que han tenido sus aproximaciones (en su mayoría pseudocientíficas) sobre el bienestar
y la mejora de los pacientes y el irrelevante rol que han desempeñado hasta ahora otras
profesiones que, a la luz de los datos, se tornan como cruciales, como puede ser la Enfermería, el Trabajo Social o la Educación Social, entre otros.

No podemos comprender el desarrollo de un trastorno mental sin incluir aspectos  sociales, de funcionamiento de nuestra propia sociedad, de nuestros grupos cercanos y de influencia. Sin incluir el papel deformador de las redes sociales, de la necesidad de obtener recompensas inmediatas prácticamente por todo lo que hacemos. Sin comprender que vivimos en una sociedad que nos obliga a ser felices durante 24 horas / 365 días al año, hecho imposible de conseguir y que nos está conduciendo a un incremento sorprendente de casos de ansiedad, depresión, conductas autolíticas, etc. Se requieren nuevos tratamientos, basados en evidencia científica (que no médica, que no es lo mismo), planes estructurados y personal altamente cualificado para evitar que los trastornos mentales se conviertan en una pandemia mucho peor que la sufrida por la COVID-19. Si no actuamos pronto, podemos encontrarnos con un escenario dantesco, donde nuestros jóvenes, nuestr@s niñ@s, crezcan sometidos por la ansiedad, la depresión o los síntomas psicóticos, y donde nuestra sociedad del bienestar no sea capaz de afrontar económica ni clínicamente este problema. Porque hay que recordar que un trastorno mental no afecta únicamente a la persona que lo padece, sino que la devastación que produce a nivel familiar supone un incremento exponencial en el número de personas que terminan viéndose involucradas.

Urge actuaciones concretas, programadas y dirigidas. Y el papel de las administraciones locales es fundamental. Son nuestros ayuntamientos el primer recurso al que acude el paciente o la familia en busca de ayuda. Y sería irresponsable, e incluso me atrevería a decir que poco inteligente, si estas administraciones se limitan a enviar el problema a instancias superiores, evitando así actuar en un momento en el que, posiblemente, una intervención solucionaría la situación. Ante esta emergencia no vale escudarse en la atribución de competencias; son los responsables de los servicios sociales, de la sanidad de los ayuntamientos, junto con otras áreas como juventud, empleo y economía las que deben dar una primera solución a las muchas personas que, con total seguridad, acabarán llamando a sus puertas.