A la trenza de tres cabos la despeinan pocas cosas. Es el corazón el que dirige las operaciones durante su construcción. Las manos adiestradas extienden y recogen ese dedo para crear un robusto entrelazado de pelo y una sensación de seguridad que resulta imperiosa. Cuando sugirió la trenza como nombre para el grupo de guásap, Nick sabía muy bien por qué.
Ya era media tarde cuando hemos ido a recoger a la mayor, que lucía orgullosa una preciosa trenza griega. En torno a una mesa redonda y un piscolabis, nos ha contado la mamá ejecutiva anfitriona que las tres niñas han pedido el peinado al unísono con mucha gracia.
Entre las bajitas, mientras tanto, negocian para venir mañana a jugar a casa. La mamá anfitriona de hoy podrá hacer la compra, ir al gimnasio y respirar un poco, antes de los baños y las cenas. Gracias a ella, Nick y yo hemos podido acudir hoy a nuestra clase de lengua de signos. Antes de salir, se ha colado un nuevo mensaje de guásap en el grupo. Mamá informática precisa media hora entre amigas. Ha de enfrentar un pico de estrés típico en una mujer adulta de la generación sándwich que trabaja, cría a dos hijos, cuida
de un padre frágil que vive con ellos y acoge a una sobrina de diecinueve.
En aquella famosa foto de 1978, entre las rastas de Bob Marley y Peter Tosh, se coló un joven Mick Jagger sonriendo plácido, con los ojos achinados y el cuerpo encogido. El rostro eufórico de aquel joven británico sugiere que alguien le ha pasado, instantes antes, un canuto atrompetado y humeante que se esconde, fuera de plano, entre los dedos de alguien. La fotografía fue tomada en un camerino, en Nueva York, durante un concierto que ofrecieron los jamaicanos.
En aquellos días en que debatíamos dónde criar, de la Rivas actual nos atrajo que ha sido tomada por los niños. Se escuchan sus rabietas, gatean junto a sus perros, montan en bici, cantan rap, bailan break y vuelan balones de todos los deportes.
Cuando nos instalamos, endebles aún por la delgadez de nuestras raíces, salimos a regar los parques con chiquillerías cuyas melenas crecían a la par que las copas de los árboles. Y desde los columpios, pudimos ver la evolución de un estudio sociológico en directo.
Tal estudio señalaba que ser padres en torno a los cuarenta es habitual; que es muy normal que ambos progenitores trabajen en casa y fuera de ella; que las niñas hacen fila para hacerse trenzas unas a otras; que resulta agotador criar y siempre le faltan a una piernas y manos para alcanzar a todo; que hay septuagenarias sufriendo el síndrome de la abuela esclava; que ocho de cada diez mujeres se enfrenta a serios problemas para conciliar vida laboral, personal y familiar; que sin ayuda de los abuelos, la conciliación se dificulta aún más; y, por último, que a los abuelos les encanta Benidorm.
Nos invadió la extraña sensación de estar rodeados de problemas que nos resultaban familiares y de gente a la que han robado su eterna adolescencia. Del mismo modo que el snowboard y la música nos guiaron una vez hasta el centro de Granada, la vida adulta nos condujo a esta ciudad de la periferia con forma de boomerang.
En 1976, Peter Tosh lanzó Legalize it. Hacía más de diez años de su primer encarcelamiento por posesión de marihuana. La canción se convirtió en himno para los amantes del reggae y los partidarios de la legalización.
Durante el One Love Peace Concert de 1978, lanzó un discurso a favor de la legalización del cannabis y en contra del primer ministro jamaicano, Michael Manley, presente en el evento. Una de sus frases más célebres la pronunció aquel día: Yo no creo en política, pero sufro las consecuencias.
Aún me chirría cuando una niña, sin parentesco, me llama tío. Con esa misma inexactitud, la mayor llamó tío Rui a aquel rastafari portugués cuando vinieron de visita. Esta idea se ha solapado con la imagen de aquellas larguísimas rastas cubriendo enteramente sus espaldas. Y ésta ha retrocedido a la de una trenza de tres cabos construida con el corazón. A día de hoy, a quien patea el cemento de Manhattan, le sorprende el fuerte olor a hierba que perfuma las aceras. Mañana, las chicas de la trenza salen a cenar sin parejas ni niños. Pasado mañana, siete años después de convertirnos en padres, nos obcecaremos en estresarnos por un nuevo cumpleaños. Al día siguiente, nadie recordará qué demonios ha regalado a la mayor, de qué eran los sándwiches que sobraron, ni aquella época remota en
que alguien se empeñó en inocularnos el síndrome de Peter Pan.